El camino es el amor

El estribillo del himno de la Jornada Mundial de la Juventud de Buenos Aires 1987 dice así: «Un nuevo Sol se levanta sobre la nueva civilización que nace hoy. Una cadena más fuerte que el odio y que la muerte. Lo sabemos: el camino es el amor» (JMJ Buenos Aires, 1987).

Hay veces que podemos caminar sin rumbo, como perdidos, y cuando llegamos a un obstáculo pensamos que hay que cambiar de dirección; y cambiamos hasta la siguiente «pared»; caminamos allá donde nos dirigen nuestros pies, dentro de un laberinto sin salida, porque los obstáculos nos parecen insalvables.

En este camino sin rumbo, encontramos personas a las que amamos, y otras a las que rechazamos, y pensamos que actuamos “libremente” cuando elegimos odiarlas. También encontramos situaciones, tareas, ocasiones de ayudar a otros, ocasiones de juzgar lo que nos rodea. Y a veces enfrentamos estas realidades de manera positiva, y en otras reaccionamos de manera incontrolada generando discordia, insulto, enfados, discusiones, que nos dañan por dentro, porque dejan un residuo de amargura en nuestro espíritu. Cuando volvemos a un estado de serenidad, a veces recordamos nuestras “salidas de tono”, y nos parece inaudito lo que hemos logrado decir o hacer.

En este tiempo de crisis hemos podido ser testigos de grandes muestras de solidaridad, unidad y apoyo, que ciertamente contagian y dan esperanza. ¿Quién ha visto una buena acción o muestra de solidaridad y no ha sentido emoción y alegría?

Pero también hemos visto situaciones de agresividad verbal, violencia, abandono, hostigamiento, que contrastan profundamente con las situaciones anteriores, y crean ansiedad dolor y tristeza. Una persona que es ejemplo de paz y concordia puede sorprendernos, por ejemplo, con una dolorosa “creatividad” lingüística mientras conduce su coche, con una agresividad inusitada. Y nos preguntamos: ¿por qué podemos llegar a actuar de maneras tan diferentes, tan opuestas?

El camino es el amor

Dice el libro del Génesis: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1, 27). Y como «Dios es amor» (1 Jn 4,8), se concluye que, en nuestra naturaleza radica, vive el Amor. No un amor puntual, de hacer obras de caridad o limosnas, no un amor egoísta (en el fondo eso no es amor, es egoísmo). El único y verdadero amor que es real es el que Jesús nos mostró con su vida. El nos mostró al Padre: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Juan 14, 9). Y con su entrega en la cruz nos dejó el ejemplo del verdadero sentido del Amor. Un amor que perdona, que se entrega, un amor que se da a sí mismo, que muere por el otro.

El camino del amor debe de llevarnos a:

    • Cuidar, proteger, escuchar a nuestros semejantes.
    • Caminar al lado de ellos, velando su camino.
    • Respetar a nuestros mayores, hijos, padres, hermanos, vecinos, amigos.
    • No dejar que otros te digan a quien hay que insultar odiar, o criticar.
    • Ser consciente de que construimos juntos un mundo mejor.
    • Amar, que es morir por el otro.
    • No buscar mi propio placer y comodidad.
    • Reconocer que somos falibles, reconocer nuestros errores con humildad.
    • Amar, que es también cuidarme y dejar que me cuiden.

San Pablo lo explica muy bien escribiendo a los Corintios: «El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca» (1 Corintios 13, 4-8).

Si nuestra naturaleza es el amor, y tenemos claro qué es el amor, ¿por qué actuamos de manera tan diversa y contradictoria?

Podemos pensar que somos víctimas de nuestras propias heridas, que nos llevan a mirar a los otros como enemigos, contrincantes, porque nos recuerdan a alguien que nos ha hecho daño: “Me cuesta amarle porque veo reflejado en él toda mi amargura y mi dolor”.

También podemos atribuir la causa a la manipulación a la que estamos sometidos, manipulación de las ideas, de las opiniones: “El sistema marca cómo debo de reaccionar, qué he de pensar u opinar”.

Por otra parte, la razón puede deberse a nuestra propia indeterminación, porque no tenemos una fe y una esperanza determinadas, sólidas; cambiamos del amor al odio según las circunstancias. Y si vemos a alguien que grita e insulta, nos contagiamos y gritamos sin saber la razón. Como cuando vemos a una persona en la calle mirando en una dirección, y vemos que se van juntando personas que miran en la misma dirección, y al final, nosotros mismos también miramos sin saber qué miramos. Eso se llama «contagio de masas».

Para recuperar en nosotros la imagen de Dios, el Amor, necesitamos profundizar en el conocimiento de nosotros mismos, para vencer esas heridas que tanto influyen en nuestro comportamiento; necesitamos saber quiénes somos, cuál es nuestra fe, hacia dónde vamos, cuál es la meta a la que queremos llegar en el «camino de la vida». Cuando afrontamos nuestra vida desde una fe sólida, y tenemos por delante una ruta, una esperanza que vale la pena, encontraremos en Dios y en su Amor nuestro mejor camino, porque el amor verdadero es una opción que va a permitirnos llevar una vida plena y feliz, sin esas variaciones amor-odio que tanto nos destrozan por dentro.

Cuando Jesús quiere encomendar a Pedro el cuidado de la Iglesia, le pregunta por tres veces: Pedro, ¿me amas?, y desde la respuesta de amor, le encarga pastorear, cuidar y proteger. Porque le amamos le servimos, porque le amamos nos encarga ser sus manos para amar a los otros. Y en razón de nuestro amor por Él, confía en nosotros la tarea de amarlo en el otro.

Una sociedad donde las ideas nos separan o quieren separarnos, el amor y la entrega nos une. Es cierto que hay muchas costumbres viciadas en la sociedad, que dañan nuestras relaciones; la palabra «viciadas» viene de «vicio», es decir, mala costumbre; pero las malas costumbres pueden cambiarse; ¿cómo? con una buena costumbre.

Para ello hemos de contemplar la vida de Jesús, así descubrimos muchas expresiones de ese amor que nos deja como legado: cuando cura a los enfermos, perdona a los pecadores, alimenta al hambriento, consuela al triste, acoge y conversa con aquel que es distinto, ama a los que le injurian, perdona a los que le hacen mal, ama incluso al que lo entrega.

Por nuestras obras nos “conocerán”. No en vano, en el camino de Emaús, parte el pan con los discípulos en la posada, y es en ese preciso momento cuando le “reconocen”. No basta con decir que amamos, porque nuestras palabras pueden estar vacías. El camino es el amor, y si nuestra fe y nuestra esperanza están fundados en Dios, nuestros actos serán el reflejo del Amor de Dios, que cambió, cambia y cambiará la faz de la tierra, transformando los corazones de los hombres en imagen de Dios-Amor.

«En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor» (1 Co 13, 13).

Las “mil” palabras que viven en la imagen

Esta semana nos hemos detenido un instante a “conversar” con nuestro propio logo, a escuchar brevemente las “mil” palabras que contiene.

«Una imagen vale más que mil palabras» es un adagio en varios idiomas​ que afirma que una sola imagen fija (o cualquier tipo de representación visual) puede transmitir ideas complejas​ (y a veces, múltiples) o un significado o la esencia de algo de manera más efectiva que una mera descripción verbal.

Se atribuye al dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen: «Mil palabras no dejan la misma impresión profunda que una sola acción».

El uso moderno de la frase generalmente se atribuye a Fred R. Barnard. Barnard escribió esta frase en la revista comercial de publicidad Printers ‘Ink, promoviendo el uso de imágenes en anuncios que aparecían en los costados de los tranvías.​ La edición del 8 de diciembre de 1921 lleva un anuncio titulado «Una mirada vale más que mil palabras».

A pesar de este origen moderno de la frase popular, el sentimiento ha sido expresado por autores anteriores. Por ejemplo, Leonardo da Vinci escribió que un poeta sería «vencido por el sueño y el hambre antes de [poder] describir con palabras lo que un pintor puede [representar] en un instante».

Queríamos tocar de forma escueta las raíces de esta popular expresión (con información de Wikipedia), para añadirle humildemente nuestra propia experiencia. Y es muy sencilla: la imagen y las “mil” palabras pueden convivir perfectamente, y ayudarse mutuamente a comunicar su único mensaje.

Hace poco estrenábamos el “logo” de nuestro proyecto evangelizador «Ciudad de la Paz». Es momento de mirarlo con detención para descubrir juntos la información que contiene y destila. De las “mil” palabras, algunas son semillas de la imagen, están en su génesis; otras son fruto de contemplarla con calma después de diseñada. Pero unas y otras responden a nuestro empeño por comunicar paz, la Paz del Señor, de la que nos gozamos en ser servidores. Vamos allá:

«Ciudad de la Paz» es es, a la vez, un lugar físico y un camino espiritual.

En medio del mundo, en concreto en medio de la ciudad, representada por los edificios agrupados en círculo, el lugar físico de «Ciudad de la Paz» está formado por nuestros monasterios y por los hogares de los colaboradores —ya sean hermanos laicos o amigos de la comunidad— que ofrecen al Señor su tiempo y corazón para la evangelización a través de los medios. He ahí la semilla. El fruto, al mirar por segunda vez la imagen que hemos elaborado, es reconocer esos hogares en las casas “bajitas” rojas y azules.

Trabajamos en equipo, “en Iglesia”, con un sentido netamente monástico de la colegialidad: por una parte, discernimos el “día a día” en equipo; y, por otra, cada uno de nosotros está presente en la labor de los demás, orando por el trabajo o trabajando asistidos por la oración de los otros. Por eso los edificios están juntos.

El nombre, inserto en la “señal de tráfico”, expresa a la vez llegada y camino. Dicho en términos digitales, «Ciudad de la Paz» es ya una realidad, pero que está “en construcción” como el propio blog en el que estamos reunidos en este momento. Su realidad es estar, precisamente, en construcción, en maduración constante. Así es la vida del cristiano.

El signo indicador de autopista en medio de la señal sugiere en segunda lectura un puente, que une la ciudad con la Paz. Tal es la vocación de nuestros monasterios y hogares: un lugar apacible para el peregrino que se asoma presencial o digitalmente a nuestra puerta.

Los auriculares y el micrófono están “involucrados” en el nombre, sobre todo en la “C” de Ciudad, porque forman parte de la misión de «Ciudad de la Paz». En concreto hacen presentes las palabras de Santo Domingo de Guzmán, uno de nuestros santos intercesores: “Contemplad a Dios, y lo contemplado llevadlo a los hombres”. En nuestro caso, los cascos auriculares representan la oración, que nos permite escuchar a Aquel a quien contemplamos, y comunicar Su Palabra a través de los medios. Por eso ambos elementos —auriculares y micrófono— aparecen conectados entre sí. Ambos son blancos, porque nuestra labor está convocada y asistida por el Espíritu en la misión de anunciar a Cristo resucitado. Es el color de nuestras cogullas monásticas. Es el color de la Pascua.

El centro de gravedad de toda la imagen es el Espíritu Santo —en forma de paloma blanca—, que sostiene con nosotros la ramita de olivo que parece emerger del micrófono. En realidad la obra es de Dios, Él es el autor de la Paz. Él ha plantado el olivo en nuestros corazones, equipos técnicos, audios y vídeos.

El Señor cuida de Su pequeña comunidad y sostiene la voz de Sus pequeños servidores de la Paz.