Construyendo a un hombre nuevo (VII). Necesitamos amar como Jesús

En nuestros breves encuentros a lo largo de estos meses hemos estado conversando sobre la construcción del hombre nuevo, que constituye nuestra aspiración y nuestra meta. Reconocíamos al principio de esta andadura la necesidad de definir los pilares de nuestra vida, para responder a la pregunta: ¿Quién soy yo?

El camino que hemos recorrido nos ha llevado a definir un modelo de hombre que nace según el modelo de Cristo. Somos creados a su imagen, pero en el camino por mantener incólume esta imagen original, reconocemos que tenemos errores, caídas, motivadas por nuestras propias debilidades y, en la medida en que vamos levantándonos de estas caídas, aprendemos de ellas, las superamos y nos hacemos más fuertes. También hemos manifestado que somos seres sociales y socializantes, necesitamos de los demás para vivir, para completarnos; nadie es autosuficiente por sí mismo. Y, por último, hemos hablado de nuestra dimensión trascendente que debemos cultivar en «comunidad»: nuestra identidad espiritual.

Pero un elemento nos falta por destacar, y creo que es muy importante, aunque se pueda pensar que viene implícito en el Modelo de donde partimos: Cristo. Al imitarlo a Él, también hemos de imitar su entrega gratuita, incondicional, y su sacrificio por nosotros en la Cruz. Este es el acto más sublime y trascendental que podemos encontrar, el que da sentido a nuestra fe, y también, el que identifica lo que es el verdadero Amor.

Él no buscó su interés ni su beneficio sino el nuestro. Renunció a todo por darnos la vida. Siendo Dios, se hizo uno de nosotros: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz». (Filipenses 2, 6-8)

Este es el sentido del verdadero Amor que hemos de imitar para ser realmente «Cristos», “hombres nuevos”.

Los riesgos a los que nos enfrentamos hoy día

Para imitar correctamente el modelo que Jesús nos mostró muchas veces hemos de nadar contracorriente. Porque el mensaje que nos vende la sociedad es un mensaje que fomenta el individualismo: “valórate a ti mismo”, “tú primero, después los demás”, “haz esto y te sentirás bien”, “haz que te valoren”, “porque yo lo valgo”; un mensaje donde el individuo es lo primero, se convierte en “dios de sí mismo”, y por tanto en “siervo” (más bien esclavo) de sí mismo, porque no hablamos de un servicio sino de una dependencia.

Pensamos por ejemplo en el matrimonio. Hoy en día muchos matrimonios fracasan. ¿Qué es lo que pasó?, ¿no hubo amor?, ¿se apagó? Quizá no se valora el matrimonio como algo “para toda la vida”, estable, en el que te unes a otra persona con quien puedes y quieres compartir un proyecto de vida, retos, experiencias para asumir juntos. Los noviazgos muchas veces son incompletos, porque no se contemplan como etapa para conocer realmente a la persona con la que te vas a unir. Y cuando se piensa en la palabra amor, no se piensa en un verdadero Amor como el que nos mostró el Maestro. Un Amor que implica entrega, gratuidad, donde el objetivo es hacer feliz al otro renunciando, si es necesario, a aquello que para uno mismo es importante, pero que, en el fondo, no es «más importante» que la persona amada. La “renuncia” por Amor es la mejor prueba del verdadero Amor.

Y ¿qué pasa con los voluntariados? He escuchado muchos testimonios de organizaciones, donde cuentan que muchos voluntarios no creen realmente en la causa donde van a colaborar. Simplemente experimentan un vacío interior, y cuando a través de esa colaboración sienten que ya han llenado tal vacío, dejan de colaborar. Podemos deducir que quizá se busquen más a sí mismos que ofrecer un servicio a los demás.

Recuerdo una historieta de la célebre “Mafalda” de Quino, donde una señora pregunta a Susana si quiere más a su papá o a su mamá (desafortunada pregunta que a veces hacemos a los niños, obligándoles a cuantificar el amor). La reflexión de Susana aparece en las siguientes viñetas representando a su papá y a su mamá con una imagen del mismo tamaño, y después una imagen de sí misma con un tamaño muy superior. La respuesta estaba clara: «A los dos por igual». Porque ella se amaba a sí misma por encima de todo. Me podéis decir que eso es bueno, pero lo cierto, y conociendo a este personaje de Quino, podemos diferenciar que una cosa es amarse a uno mismo, que es bueno y necesario, y otra la egolatría en la que viven muchas personas. Según la RAE, egolatría es «culto, adoración o amor excesivo de sí mismo».

El individualismo que lleva al hombre a buscar solo el beneficio propio y dejar solo las «migajas» para compartir con los demás, es una tendencia que puede convertirse en un virus quizá más peligroso que los que asolan hoy el mundo.

Los dones que recibimos de Dios son un don para compartir, no son solo para nuestro beneficio personal. Quizá podríamos vislumbrar aquí una parte del pecado original: cuando nos hacemos poseedores de todo lo que recibimos gratuitamente de Dios, como si fuera nuestro sin reconocer que es un regalo suyo, llegando hasta el punto en que no lo compartimos con los demás.

Hay esperanza

Pero no todo es individualismo en nuestra sociedad. Somos capaces de reconocer en nuestro entorno cuáles son los verdaderos valores que nos hacen realmente felices. Lo hemos comprobado especialmente en este último año y medio. Preguntémonos: ¿por qué valoramos tanto el esfuerzo de los sanitarios durante los momentos de crisis en la pandemia, o los servicios cívicos y policiales? Porque nos hemos dado cuenta de que ellos no han hecho horas extra para ganar más dinero, sino por ayudar, por servir, por solidaridad.

Ya lo dijo el Papa Francisco en la audiencia general del día 12 de agosto de 2020: «Es loable el compromiso de tantas personas que en estos meses están demostrando el amor humano y cristiano hacia el prójimo, dedicándose a los enfermos poniendo también en riesgo su propia salud. ¡Son héroes! Sin embargo, el coronavirus no es la única enfermedad que hay que combatir, sino que la pandemia ha sacado a la luz patologías sociales más amplias. Una de estas es la visión distorsionada de la persona, una mirada que ignora su dignidad y su carácter relacional. A veces miramos a los otros como objetos, para usar y descartar. En realidad, este tipo de mirada ciega y fomenta una cultura del descarte individualista y agresiva, que transforma el ser humano en un bien de consumo».

La antítesis del individualismo es la entrega, la gratuidad, el sacrificio personal. El verdadero significado de nuestra imitación de Jesús lo encontramos en la Cruz: «La Cruz es pues la manifestación suprema del amor de Dios hacia toda persona humana y hacia la creación entera. En la Cruz, Cristo nos manifiesta que Dios es Amor: un amor compasivo y misericordioso, eternamente fiel a sí mismo y a sus creaturas». (De la carta de D. Casimiro López Llorente, Obispo de Segorbe-Castellón del 14-09-2019).

Es lo que Él hizo. Cuando te olvidas de tus intereses y das la vida por el otro, cuando ves unos padres que lo dan todo por sus hijos, cuando ves el amor de una madre que lleva en su seno a su hijo, y lo cuida hasta el cansancio, cuando ves a un misionero abandonar comodidades para dar la vida por su misión, cuando ves a los profesionales que pierden horas de sueño por cuidar a los enfermos, o a los ancianos… entonces descubres que hay esperanza, porque hay Amor.

Hemos recorrido un camino y queremos llegar a la meta: queremos ser parte de esa Nueva Humanidad. Si no queremos ser como cáscaras vacías, sin vida, como corazones de piedra, como muertos en vida, la Cruz es la respuesta, el Amor es la respuesta. «Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras; renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Efesios 4, 22-24).

Construyendo a un hombre nuevo (VI). Necesitamos compartir nuestra fe.

«Había una vez un barquito chiquitito, que no podía navegar». Algunos recordamos esta canción de nuestra infancia, una canción interminable: «♫♪ Pasaron un, dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas y aquel barquito, aquel barquito, aquel barquito navegó…♫♪ y si esta historia parece corta volveremos, volveremos a empezar ♫♪”.

Sí, una historia interminable, porque se volvía una y otra vez al comienzo. Y ¿por qué hago referencia a esta canción? Me ha venido a la mente al comenzar a reflexionar sobre la siguiente etapa de nuestra tarea compartida «construir a un hombre nuevo«.

En nuestros encuentros anteriores constatábamos la necesidad que tenemos de los demás, aunque a veces preferimos vivir la experiencia del individualismo. «Necesitamos personas a quienes amar, servir, cuidar, proteger, con quienes conversar, a quienes obedecer o a quienes guiar» (Necesitamos de los demás-4). También hablábamos sobre la necesidad de una relación personal con Dios, para precisar lo que creemos, “nuestro credo”.

Si unimos ambas necesidades, podemos llegar a una conclusión: entre las personas a quien puedo amar, servir y cuidar, algunas de ellas tienen mis mismas creencias e inquietudes, profesamos una misma fe, caminamos juntos hacia una misma luz, tenemos las mismas dificultades y podemos ayudarnos a superarlas. Caminar con ellas reafirma nuestra identidad personal y también nuestra realidad comunitaria. Esta pertenencia a un grupo de fe es lo que llamamos Iglesia.

Volvemos a la historia del barquito. Cuando la he recordado, me ha sugerido la imagen de tantas personas que navegan por el mar de la vida, buscando un «faro» indeterminado, contando solo con sus “solas fuerzas”. Son naves solitarias, personas individuales o familias que, como «barquitos chiquititos», navegan solas, viven una vida cristiana aisladas de los demás, sin familia espiritual, sin guía, sin pastor ni hermanos, fundamentando su fe solo en las creencias aprendidas en la infancia, contentándose con una práctica semanal como un mero “cumplimiento”, buscando la luz del faro del Señor, pero solos, “solitarios”, envueltos por las olas en la inmensidad del “océano de la vida”, sin el amparo de una familia espiritual con quien compartir la fe, contrastar vivencias, inquietudes y dudas. Si el barco hace aguas, o se estropea el motor, o se pierde el rumbo, no tienen a nadie a quien acudir. Si no saben leer la “ruta de las estrellas” pueden navegar en círculos sin fin, sin avanzar en el camino espiritual. Y si encuentran de pronto una zona tranquila, de bonanza, echan el ancla y, como se dice en términos náuticos, fondean en ese lugar, y disfrutan de una paz temporal que muchas veces se convierte en un acomodamiento espiritual, sin exigencias, sin esfuerzos, sin … viaje.

Esta es la situación de muchos cristianos que caminan solos, con escasa o ninguna interacción con los hermanos en la fe.

Desde el comienzo de la Iglesia, los cristianos conformaron una familia, se necesitaban, se apoyaban: «Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común» (Hechos 2, 44). Oraban juntos, compartían, hacían realidad en sus vidas el mensaje del Evangelio. El amor que les unía era el mejor testimonio evangelizador ante el mundo. Esta realidad de los tiempos apostólicos debería también ser parte de nuestro presente, recuperando el sentido primitivo de la primera comunidad apostólica.

EN PRIMERA PERSONA

Querido lector: me puedes decir que cuando vas a la iglesia a participar de la Eucaristía no eres capaz de encontrar esta sencillez evangélica de los tiempos apostólicos; me dirás que descubres los mimos rostros serios y carentes de vida que encuentras cada semana. Pero yo te diría: encuentras lo mismo que tú llevas. Si llevas amor, encontrarás amor; si eres generoso, encontrarás generosidad; si buscas oración, encontrarás una comunidad orante; si sonríes encontrarás una sonrisa. Pero si vas con desgana y aburrimiento, verás reflejado en tus semejantes la misma actitud que tú llevas contigo.

No busques justificarte en lo que piensas que ves en los demás. Es muy fácil escudarnos en los errores que se han cometido a lo largo de la historia o en la falta de alegría que pensamos que tienen los demás, para justificar nuestra falta de esfuerzo. Cambia, vive, busca. Sonríe y encontrarás una sonrisa; ama y te sentirás amado.

SEGUIMOS

Para construirnos como hombres nuevos necesitamos ser conscientes de que necesitamos sentirnos, sabernos parte de la Iglesia, compartiendo una misma fe, alimentándonos juntos de la Eucaristía, la Comunión y la Palabra (cfr. Hechos 2, 42-47).

Vamos a aplicar todo esto en el ejemplo del «barquito». Necesitamos que nuestro barquito se sienta parte de una flota de barcos, «la Iglesia»; navegar juntos, sentirnos parte de una gran familia. Esta flota está compuesta por miles de barcos que navegan hacia un mismo Faro, la Luz de Jesús. Cada barco mantiene su identidad y carisma personal. Juntos buscan el rumbo, se cobijan unos a otros; si alguien necesita del barco hospital, o del barco escuela, se puede acercar a él; si se vive una situación de conflicto, en la flota hay barcos de consejeros, suministros, terapeutas, sanidad, intercesión, lugares de reposo espiritual; y cada barco desempeña su servicio en bien de toda la flota. Si algún barco se desvía de la ruta o le falla el motor, es remolcado mientras se arregla la avería. Así es la Iglesia: una gran flota de barcos diferentes, diversos, pero que navegan juntos en torno al barco guía, hacia una misma Luz, un mismo horizonte.

Vivimos en la Iglesia; es nuestro hogar, nuestra familia; compartimos una misma fe y esto nos hace más fuertes, más ricos, porque nos enriquecemos con la diversidad de los demás.

LOS ATAQUES

¿Qué pasa hoy en nuestra sociedad cuando se habla de la Iglesia? Se escuchan en los medios de comunicación muchas noticias negativas, opiniones, incluso ataques. Y cuando las escuchamos, “nos escandalizamos de la Iglesia”. ¡Cómo! ¿Nos escandalizamos? Analicemos esto.

En una primera reflexión es importante resaltar que las noticias negativas y los ataques a la Iglesia, muestran solo una ínfima porción de una realidad mucho más grande, llena de héroes anónimos que entregan su vida por Jesús, y que no salen en los medios; no son “noticia”. Huelga recordar, claro, la coherencia y responsabilidad que tenemos de discernir la información, es decir, la necesidad de constatar la veracidad de estas noticias, que, tristemente, rara vez comprobamos. Para las personas que solo se alimentan de esta “realidad” mediática negativa, la opinión que se forjará en ellos, casi sin quererlo, estará totalmente mediatizada.

La Iglesia, nuestra familia, es rica en valores: entrega, sacrificios, solidaridad, generosidad, intercesión, cooperación, escucha, aceptación, abnegación. Cometemos errores, pero nunca dejemos que estos nos impidan ver lo positivo, “que las nubes no nos impidan ver el sol”.

Por otra parte, si nos sentimos Iglesia no nos debemos escandalizar ante el pecado de algunos hermanos, sino que deberíamos avergonzarnos, porque se mancha “nuestra Iglesia”, a la que pertenecemos. Quien se escandaliza está mirando los pecados de los hermanos desde fuera de la Iglesia, como quien “juzga”, como quien dice “ha sido él, no yo”. Quien se avergüenza, experimenta el error del hermano como suyo propio, porque “es su familia”, y por lo tanto tiene la ocasión de pedir perdón, y de ser portador de misericordia.

¿Por qué he sacado a colación el tema de los ataques a la Iglesia?

Imaginemos de nuevo el ejemplo del barquito. La flota de la Iglesia tiene que navegar muchas veces por mares encrespados, en medio de tormentas que originan olas enormes. El pequeño barco vive arropado por el resto de la flota, pero corre peligro de chocar con otros barcos, o alejarse de ellos, perdiéndose en medio de la inmensidad del océano. Se pone a prueba nuestra pericia naviera para mantener el rumbo.

Así pasa también en la vida real: cualquier ataque a la Iglesia nos repercute. Es nuestra familia, creemos en ella (así lo proclamamos en el Credo: Creo en la Iglesia…). Es nuestra responsabilidad contribuir, desde una vida santa, en la tarea de fortalecerla, purificarla, sobre todo desde nuestra oración y nuestro ejemplo.

Creer en la Iglesia supone amarla, respetarla, conocerla; por supuesto, no juzgarla, porque eso te lleva a mirarla desde fuera, como si no pertenecieras a ella; y, sobre todo, asumir nuestra responsabilidad, con nuestro carisma personal y comunitario, para contribuir con nuestra entrega en beneficio de la construcción de un Reino de Paz y Amor en la tierra.

¿Eres Iglesia? ¿Te sientes parte de esta gran familia? ¡Animo! ¡Vívela!