Mantenerse en la brecha (I)

En nuestro último encuentro de este blog hablábamos de la muralla de Jerusalén, cambiando el término “construir” por el de “reconstruir”. Y hacíamos referencia al libro de Nehemías. En aquellos días, me emocionó especialmente leer en este libro el relato de la realización del trabajo: «Después de él, Baruc, hijo de Zabay, restauró otro tramo, desde el ángulo hasta la puerta de la casa del sumo sacerdote Eliasib. A continuación, Meremot, hijo de Urías, hijo de Hacós, restauró el tramo siguiente, desde la puerta de la casa de Eliasib hasta el extremo de la casa de Eliasib. Después de él trabajaron en la restauración los sacerdotes que habitaban en la llanura. Luego, Benjamín y Jasub trabajaron en la restauración frente a su casa. A continuación, Azarías, hijo de Maasías, hijo de Ananías, restauró el tramo junto a su casa» (Nehemías 3, 20-23). Esta descripción me mostró un pueblo unido, con una tarea común, cada familia en su brecha, en su tramo, codo con codo, como un solo pueblo.

La lectura de este fragmento, del que solo copio una parte como muestra, me trajo al recuerdo un fragmento del libro «Tres monjes rebeldes» de M. Raymond, que relata, con un formato de novela, la historia de los fundadores de la Orden del Císter.

En relación al primero de ellos, Roberto de Molesmes, transcribo unos fragmentos de la novela, donde relata su reflexión tras escuchar a su abad en la enseñanza de la mañana:

«”Busqué… un hombre… que se mantuviera en la brecha, delante de mí, en defensa de la tierra, para que yo no la destruyera; y no encontré ninguno” (Ezequiel 22, 30).

Estas palabras habían perseguido a Roberto toda la mañana. Le habían hecho imaginar el cuadro de una ciudad sitiada, con una enorme brecha en su muralla. Veía un solitario caballero, de pie, en medio de la abertura, como única defensa de todo el pueblo. Esa fantasía removía su sangre guerrera. Pero lo que había oprimido su corazón en el capítulo, y continuaba aun oprimiéndolo, era el dolorido lamento de la última frase: «…y no encontré ninguno»».

En conversación posterior con su Abad, este le hizo leer un pergamino:

 «Nuestro principal deber es continuar en la tierra lo que los ángeles hacen en el cielo».

Y después le explicaba:

«No has sido traído a este lugar para ser un ángel, hijo mío. Fuiste traído para dar a Dios algo que nadie en los nueve coros de ángeles, ni ninguno de los nueve coros, ni por cierto los nueve coros juntos, podrían dar. No fuiste traído para desempeñar trabajo angélico, ni tampoco trabajo humano, pero sí trabajo divino. No estás aquí para convertirte en otro Miguel, Gabriel o Rafael, hijo. ¡Estás aquí para ser otro Cristo! Estamos aquí para ser hombres crucificados; pues es a Cristo a quien debemos imitar. Él no solamente alababa y agradaba a Dios, sino que salvó a los hombres. Él era el Hombre que se mantuvo en la brecha, ¿no es así?»

Y Roberto concluyó:

«—Ahora veo que hay una vocación más alta que la de imitar a San Benito. Tengo que imitar a Jesucristo. Nosotros, los monjes, debemos mantenernos en la brecha como se mantuvo El».

Todo este texto, me hace reflexionar sobre el sentido de las palabras «reconstruir la muralla de Jerusalén». Nosotros también debemos estar en la brecha, en nuestro trozo de muralla, para ser Cristo. «Vivo, pero no soy yo el que vive, sino Cristo quien vive en mí» nos dice San Pablo en Gálatas 2, 20. Mantenernos en la brecha de la muralla es ser Cristo mismo.

En definitiva, podemos hablar horas y horas, escribir cientos de folios para explicar cómo construir o reconstruir un mundo de Paz; podemos disertar sobre el respeto a los demás, ser sinceros, ayudar a los débiles, ser solidarios con los que más lo necesitan, cuidar a nuestros mayores, respetar la vida. Podemos elaborar muchos discursos inspiradores sobre el respeto a la naturaleza, sobre respetar a los diferentes, sobre ser forjadores de buena convivencia. Pero, en realidad todo esto está contenido en una sola frase: seremos constructores o reconstructores de paz, cuando «seamos Cristo».

Pero, ¿cómo podemos ser Cristo?