¿Qué hemos aprendido?

A lo largo de nuestro diario vivir, se nos presentan múltiples ocasiones para aprender cosas nuevas; son experiencias distintas, cambios de rumbo, ocasiones quizá traumáticas o, al contrario, que han generado en nosotros un beneficio. De todo podemos aprender; mejor todavía: de toda experiencia «debemos» aprender.

Es bueno, por tanto, cuestionarnos sobre lo vivido, valorar estas experiencias, para que nos sirvan para nuestro futuro, para no caer en los mismos errores en situaciones semejantes, y enfrentar con más seguridad los contratiempos. Porque, ciertamente, se aprende más de los errores que de los aciertos.

Al finalizar la jornada diaria, tenemos la ocasión de hacer un examen de conciencia de lo vivido, no para vanagloriarnos en lo bien que hemos hecho las cosas, sino precisamente para revisar dónde hemos fallado, y proponernos para el día siguiente iniciativas para mejorar, para actuar de manera más correcta. No es el momento, al caer la noche, de hacer revisión de «toda nuestra vida», sino solo de la jornada vivida, porque si viviéramos constantemente en un auto análisis, buscando el sentido de nuestra existencia, esto supondría para nosotros un “no-vivir”, anclados en la pregunta constante «Señor, ¿qué quieres de mi?», mientras permanecemos en la comodidad de un «presente sin cambios».

En definitiva, cada suceso de nuestra vida, nos da la oportunidad de revisar lo aprendido. Y en este tiempo de confinamiento, hemos de preguntarnos también,

¿qué hemos aprendido?

Podemos responder:

  • hemos aprendido a “aplaudir”, a valorar el trabajo de los demás,
  • conocemos un montón de series de la televisión, y estamos al tanto de toda la información de las noticias,
  • hemos aprendido un curso online que tanto tiempo deseábamos cursar,
  • somos capaces de utilizar las nuevas tecnologías para comunicarnos,
  • conocemos la cantidad de baldosas de nuestro pasillo, los muelles de nuestro sillón preferido y las imperfecciones de la pintura de la pared del salón.

O podemos ser un poco más profundos:

  • las personas con las que convivo son muy buenas, o son absolutamente insoportables,
  • estoy muy a gusto en mi casa, o ya no soporto más vivir confinado,
  • hay mucha solidaridad en mi barrio, o cada uno hace lo que quiere, sale cuando quiere y se ha saltado la cuarentena cuando le ha dado la gana,
  • he tenido tiempo de rezar en familia, y de valorar los sacramentos, o veo a Dios como un ser lejano que no nos ha cuidado en este tiempo de sufrimiento.

Bien, cada uno desde su perspectiva puede responder, pero estas respuestas “genéricas” no me dan la posibilidad de cambiar, de ser diferente, de ser mejor. Quizá hemos enfocado mal la pregunta. Vamos a re-definirla:

¿qué he aprendido sobre mí mismo?.

Afrontando el primero de los puntos, cuando pienso en la persona con la que convivo, puedo pensar que es buena, y todo va bien, o puedo considerarla absolutamente insoportable, juzgar lo que hace y pedir explicaciones por su actitud hacia mi.

Un tiempo prolongado de convivencia tan intensa puede llevarnos a extremos dramáticos (en algún titular se habla del aumento de divorcios en el tiempo de confinamiento), o puede ayudarnos a conocernos más, a amarnos más, a fortalecer nuestras relaciones. El secreto radica en la pregunta que nos estamos haciendo; cuando se genera un conflicto de relación no podemos preguntarnos «qué tiene que cambiar esta persona para que yo la acepte», sino «¿qué he de cambiar en mí?», ¿qué hay en mí que está haciéndome imposible llevar una relación sana?

Es frecuente que busque en el otro la razón de una mala convivencia: «me mira mal, me responde mal, no me trata como merezco, me ignora, me molesta su voz, siempre me está organizando la vida, me manda, me maltrata, no tiene en cuenta mis gustos, no cocina a mi gusto, cambia el canal de la televisión sin preguntarme». La culpa “siempre es de los otros”.

Si quiero responder correctamente a la pregunta «qué he aprendido de mis mismo para entender la razón de mis problemas de convivencia», no puedo responder echando las culpas a los demás, sino asumiendo mi responsabilidad, meditando sobre mis actitudes, mi capacidad de cambiar, de perdonar, de valorar, de comprender y aceptar a los demás como son, mi capacidad de renunciar a mi mismo por el otro, de morir a mi mismo, como hizo Jesús, por la felicidad de mis semejantes. He de asumir el reto de cambiar mi comportamiento, mi manera de proceder; para eso se aprende, para corregir nuestros errores.

Si en este tiempo he visto que las personas con las que convivo son buenas, no es porque hayan mejorado ellas, sino porque «he aprendido» a valorarlas, a perdonarlas, a ver lo bueno que hay en ellas.

Todavía estamos a tiempo. Preguntémonos sobre lo que estamos dispuestos a hacer, a renunciar. Preguntémonos sobre lo que hemos aprendido sobre nosotros mismos, nuestras debilidades y deficiencias. Y afrontemos nuestro futuro… mejor, nuestro «día a día» con Esperanza, con Fe, y sobre todo, con mucho Amor.

Seguimos.