¡No tienes perdón de Dios!

Caminaba Juan por las frías calles, con la tristeza y la rabia inundando su ánimo. Caminaba con un rumbo definido y un propósito firme; lo que le rodeaba le pasaba inadvertido; en su mente solo tenía el recuerdo amargo de la imagen de su hermana Marta llorando, angustiada.
Llegó al bar de su amigo Manolo, consciente del duro momento que iba a vivir. Cuando abrió la puerta, se encontró inmerso en un ambiente cargado de humo, pasión y adrenalina ante una gran pantalla de televisión desde la que se estaba emitiendo el último partido del campeonato.
Juan no estaba interesado en el juego. Solo oteó buscando el rostro de su cuñado Mateo. No necesitó verlo. Su voz embriagada resonaba sobre todas las demás entre el público asistente.
—¡Inútil! Con todo lo que cobras, no eres capaz de marcar un gol tal fácil —decía, más bien gritaba.
Juan se fue acercando a él, sintiendo que sus puños se encrespaban. A poca distancia de su embriagado cuñado oyó otra vez su voz gritando:
—¡Inútil! ¡Has fallado un gol cantado!¡No tienes perdón de Dios!
Juan no pudo contenerse más:
—¡El que no tiene perdón de Dios eres tú, canalla!
Los amigos cercanos impidieron que cometiera una locura; se armó un gran revuelo; Juan, inmovilizado por los fuertes brazos de sus amigos, increpaba a su cuñado, mientras el rostro de este, con los ojos llenos de estupor, fue reaccionando al darse cuenta de sus malas acciones, y se arrodilló arrepentido ante Juan pidiendo perdón.

¿Moraleja?
Si preguntara sobre la moraleja o la razón de este pequeño relato, seguro podrían suscitarse opiniones muy diversas, enfocando a los diferentes ámbitos que se entrelazan en el mismo: sobre las consecuencias del alcohol, los problemas de pareja, el maltrato a las mujeres. Algunos quizás hablarían de la violencia en general, la defensa de los seres queridos, o incluso sobre los efectos del fútbol en los televidentes.
La verdad es que, si he inventado esta pequeña historia es por otro motivo. Solo una frase en el conjunto del relato es objeto de mi reflexión: «No tienes perdón de Dios».
Es una frase muy recurrente en conversaciones informales que no tienen mayor importancia, ya que se trata simplemente de un recurso lingüístico, una expresión coloquial utilizada en situaciones desenfadadas. Pero también la usamos en esos momentos en que verdaderamente nos convertimos en jueces de los demás, y, sobre todo, en “conocedores” de la voluntad de Dios. Con qué facilidad sale de nuestros labios o de nuestro corazón esta expresión: ¡No tienes perdón de Dios!
Y no es la expresión en sí el problema, sino la capacidad que tenemos de decidir quién puede ser perdonado y quién no. Ante situaciones de las que solo conocemos una parte de la verdad, quizá de manera sesgada, por comentarios de otras personas o por titulares de los medios de comunicación, nos creemos con la capacidad objetiva de “dictar sentencia”.
Esto puede hacernos resbalar hacia la maledicencia y la murmuración, que son instrumentos de “destrucción humana”. La misma palabra lo dice: maledicencia: «dícese de la acción o la práctica de la difamación, murmuración o calumnia. Hecho de hablar mal de alguien o algo, o de difamar o calumniar».
Recuerdo al respecto una escena de la miniserie televisiva “Prefiero el Paraíso” (Giacomo Campiotti, 2010), sobre San Felipe Neri. En esta escena un matrimonio confesaba a San Felipe haber hablado mal de una persona, y le preguntan qué deben hacer. Por toda respuesta San Felipe les indica que deben caminar por la ciudad mientras iban desplumando una gallina; cuando terminaron esta acción les dijo: “Ahora recoged las plumas que habéis diseminado”. Se dieron cuenta de que esas plumas significaban sus murmuraciones, y que era imposible recogerlas, porque el viento las habría esparcido por todas partes. Porque una vez que hemos sembrado la difamación, es muy difícil reparar el daño infligido a la persona difamada.
Hemos de ser, pues, muy prudentes y respetuosos a la hora de manifestar opiniones o juicios sobre los demás.

Y sobre nosotros
Lo contrario pasa cuando se trata de nuestros pecados. En no pocas ocasiones tenemos “excusa” para obrar mal. Nos escandalizamos de los pecados de los demás, pero nos cuesta reconocer los nuestros.
Dice el libro del profeta Jeremías: «Y con todo dices que eres inocente, que se aparte de ti la ira del Señor. Pues por eso te voy a juzgar, por decir que no eres culpable» (Jeremías 2, 35).
Pedimos misericordia, rogamos al Señor que nos perdone, que nos libre de su ira, que nos proteja de los males que nos acechan; tenemos miedo de tantas cosas que suceden, y pensamos que son castigo de Dios; pero, por otra parte, nos creemos inocentes. Eso le pasaba al pueblo en Jerusalén, tal como nos relata el profeta; el pueblo preguntaba por la misericordia de Dios sin un verdadero arrepentimiento.
Y es inútil preguntar por la misericordia si sigo pecando. Imaginemos esta escena: una persona confesando al Señor su pecado de gula, y pidiendo perdón al Señor mientras está delante de una mesa repleta de manjares. Su bendición de la mesa, en vez de decir: “Bendice Señor estos alimentos que vamos a comer”, sería, “¡perdona Señor por estos alimentos que voy de degustar!”. Tristemente, esta situación que parece un poco grotesca no está tan lejos de nuestra realidad, cuando no tenemos una verdadera actitud de cambio de nuestras malas conductas, sino más bien un derrotismo acomodaticio: “no puedo cambiar, soy así”.
El verdadero arrepentimiento conlleva una vida de perfección, de búsqueda de santidad. No consiste en darse golpes de pecho, sino en reconocer nuestra debilidad, y cambiar nuestra vida, hacer las cosas de manera distinta.
Es triste ver en nuestra sociedad personas que juzgan y se escandalizan por los pecados de los demás y no se escandalizan por los propios pecados; y uno de los pecados más horrendos es precisamente la “murmuración”; personas que se escandalizan y gritan y juzgan a los demás sin darse cuenta de que ese juicio ya es un pecado. Pero no son conscientes, no se dan cuenta; piensan que lo hacen bien.
Para construir un mundo nuevo de concordia y de Paz necesitamos cambiar de actitud ante la vida y ante los demás, necesitamos un corazón “contrito y humillado”: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado» (Salmo 50,3).
Si cambiamos nuestro corazón para que deje de ser “juez” de los demás, y se torne en instrumento de misericordia, escucha, comprensión y ayuda, estaremos llevando a cabo una doble y hermosa tarea: nuestro camino de perfección y la construcción de un mundo de Amor y Paz.

Construyendo a un hombre nuevo (VIII). Retorno al Paraíso

¿Hacia dónde camina el hombre nuevo? Una primera respuesta a esta pregunta, después de haber definido esa “construcción del hombre a imagen de Jesús” podría ser la siguiente: Desde el amor y la paz, camina esparciendo a su alrededor semillas de esperanza, cambiando el mundo, renovándolo con la luz de la Resurrección. Podríamos encontrar una semejanza con el campesino que va esparciendo con su mano el trigo sobre los surcos del campo labrado; después, el agua y el sol harán germinar la semilla y, con el paso del tiempo, crecerá la espiga y dará su fruto. De manera similar el «hombre nuevo» contagia, comunica vida, comunica valores desde la gratuidad, el sacrificio y la entrega; en definitiva, comunica Amor, y ayuda a construir con su ejemplo y con sus acciones un mundo de Paz y de Amor.

Pero volvemos a la pregunta, pero con un sentido más trascendente: ¿Hacia dónde se dirige el hombre nuevo? ¿Hacia dónde encamina sus pasos? ¿Hay algo después de la muerte, o todo lo que construimos aquí en la tierra se termina en el momento en que nuestro corazón deja de latir?

Para muchas personas no existe un “más allá”, y por esta razón ponen todo el énfasis en disfrutar, gozar, ser felices en el tiempo de su vida, sin plantearse la posibilidad de construir algo para un «después», porque no piensan que haya un Dios a quien rendir cuentas. El momento de la muerte, en estos casos, podría percibirse con cierto temor, porque: «no hay nada más después», «solo existe lo que puedo tocar», «solo importo yo, y mi felicidad»; y como consecuencia de esto piensan: «evitemos el sufrimiento, porque no me reporta ningún beneficio, y saquemos todo el partido posible a la vida»; no construye nada para después porque todo termina con la muerte.

Para otros sí que existe un cielo, un más allá de la muerte, pero no se preocupan por ello; prefieren obviarlo y seguir viviendo sin planteamientos trascendentales, como si la vida no tuviera un final cercano, porque “les queda muy lejos”; solo cuando se enfrentan con pérdidas de seres queridos o personas cercanas, o con alguna enfermedad sufrida en su propia carne, se plantean con temor el juicio y la posibilidad de una condena tras la muerte, pensando que no merecen aquello por lo que no han luchado durante su vida.

Encontramos una reflexión sobre todo esto en las palabras del papa Francisco en la Audiencia general del día 27 de noviembre de 2013: «Entre nosotros, por lo general, existe un modo erróneo de mirar la muerte. La muerte nos atañe a todos, y nos interroga de modo profundo, especialmente cuando nos toca de cerca, o cuando golpea a los pequeños, a los indefensos, de una manera que nos resulta «escandalosa». A mí siempre me ha impresionado la pregunta: ¿por qué sufren los niños?, ¿por qué mueren los niños? Si se la entiende como el final de todo, la muerte asusta, aterroriza, se transforma en amenaza que quebranta cada sueño, cada perspectiva, que rompe toda relación e interrumpe todo camino. Esto sucede cuando consideramos nuestra vida como un tiempo cerrado entre dos polos: el nacimiento y la muerte; cuando no creemos en un horizonte que va más allá de la vida presente; cuando se vive como si Dios no existiese. Esta concepción de la muerte es típica del pensamiento ateo, que interpreta la existencia como un encontrarse casualmente en el mundo y un caminar hacia la nada. Pero existe también un ateísmo práctico, que es un vivir sólo para los propios intereses y vivir sólo para las cosas terrenas. Si nos dejamos llevar por esta visión errónea de la muerte, no tenemos otra opción que la de ocultar la muerte, negarla o banalizarla, para que no nos cause miedo» (Audiencia general del 27 de noviembre de 2013).

El hombre nuevo

Pero esta no es la respuesta que nos presenta del hombre nuevo. Si acudimos a la Palabra de Dios podemos recordar las palabras de Esteban momentos antes de su martirio: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (Hechos 7, 56). Recordemos también las palabras de Jesús al Buen ladrón: «Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso»» (Lucas 23, 42-43).

El hombre nuevo ve iluminado su sendero desde la esperanza de un “después”. No vive con miedo ni incertidumbre. Jesús mismo dice en el Evangelio que nos va a preparar sitio: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Juan 14, 2-3).

El papa Francisco lo explica así: «La resurrección de Jesús no da sólo la certeza de la vida más allá de la muerte, sino que ilumina también el misterio mismo de la muerte de cada uno de nosotros. Si vivimos unidos a Jesús, fieles a Él, seremos capaces de afrontar con esperanza y serenidad incluso el paso de la muerte. Esto es lo más hermoso que nos puede suceder: contemplar cara a cara el rostro maravilloso del Señor, verlo como Él es, lleno de luz, lleno de amor, lleno de ternura. Nosotros vayamos hasta este punto: contemplar al Señor»(Audiencia general del 27 de noviembre de 2013).

Pero, ¿cómo es ese lugar que Jesús nos está preparando?

Nos dice el papa Francisco: «El paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que murió en la cruz por nosotros. Donde está Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él existe el frío y las tinieblas. A la hora de la muerte, el cristiano repite a Jesús: «Acuérdate de mí». Y aunque no existiese nadie que se acuerde de nosotros, Jesús está ahí, junto a nosotros. Quiere llevarnos al lugar más hermoso que existe. Quiere llevarnos allá con lo poco o mucho de bien que existe en nuestra vida, para que no se pierda nada de lo que ya Él había redimido. Y a la casa del Padre llevará también todo lo que en nosotros tiene todavía necesidad de redención: las faltas y las equivocaciones de una entera vida. Es esta la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla, y sea transformado en amor» (Audiencia general del 25 de octubre de 2017).

Desde nuestra experiencia en la tierra no podemos saber realmente cómo es ese Paraíso; el hombre fue expulsado del Jardín del Edén por su pecado; hoy Jesús ha venido a nosotros para abrir las puertas del Paraíso, para que podamos volver y recuperar el abrazo de Dios. Nuestra tarea es muy simple: prepararnos, purificarnos, viviendo en nuestra vida mortal como si en el Paraíso viviéramos, buscando ese abrazo de Dios, creciendo en santidad, en humildad, en el deseo de recibir los dones que Dios nos quiere regalar. Y digo “regalar” porque todo es regalo suyo, así como la redención, que es don gratuito de Dios; no la conseguimos por nuestros méritos, sino por Jesús desde el altar de la cruz.

Desde nuestro Jardín de la Dormición

El nombre de este pequeño Jardín, construido con motivo del 40 aniversario de la fundación de la Fraternidad, hace referencia a la solemnidad de la Dormición o Asunción de la Madre de Dios, que se celebra el 15 de agosto. Nuestra Madre María retornó al Paraíso guiada por su Hijo en cuerpo y alma, porque es la Inmaculada, la sin pecado. Ella, desde la puerta del cielo, nos llama como hijos queridos y nos guía para que no nos desviemos ni nos entretengamos en el camino.

En el recorrido visual por la estructura de la ermita sin muro, que es la parte principal de este «Jardín de la Dormición», nos fijamos en el techo compuesto por placas fibra de vidrio. Cuando es de noche, las placas del techo se ven opacas, y no se puede percibir nada que esté encima de ellas. Sucede lo mismo que en nuestra vida, en los tiempos de oscuridad, cuando no nos ocupamos de las cosas de Dios, sino que vivimos en la ignorancia espiritual, y perdemos de vista nuestra trascendencia: sabemos que hay un cielo, pero no percibimos dónde.

Pero cuando el Señor aparece en nuestra vida, cuando “amanece la luz”, el techo deja pasar los rayos del sol, y la estancia donde nos encontramos se ilumina, nuestra vida se ilumina y cambia, porque vivimos en la luz. Cuanto más fuerte es la luz del sol, más se ilumina nuestra vida, y entonces miramos hacia el techo, hacia el cielo, y vemos que la luz viene de lo alto. Todavía no tenemos capacidad para percibir lo que hay al otro lado; solo vemos la luz. Tenemos la seguridad de que hay algo después, pero no sabemos cómo es. Solo aguardamos el momento gozoso en que se abran esas puertas del cielo para ver al Señor cara a cara, mientras esos reflejos de la luz del Paraíso nos van enseñando, mostrando los misterios de Dios.

Con el paso del tiempo, con la experiencia tras fijar nuestra mirada en “las cosas de Dios”, vamos aprendiendo los “misterios del cielo”. No los podemos contemplar con nitidez; igual que con un techo translúcido vemos solo la sombra, la silueta de lo que un día podremos contemplar cara a cara. Hoy no podemos distinguirlo, pero ya sabemos hacia dónde vamos, hacia donde se encaminan nuestros pasos; sabemos que nuestro camino por la vida sigue la ruta de tantos otros que dedicaron su vida a la contemplación de este mismo cielo.

Ya no hay temor, sino esperanza, deseo de abrazar al Amado, y de dejarse envolver en el abrazo del Padre, que como el padre del hijo pródigo de la parábola (cfr. Lucas 15), está esperando en las puertas del cielo el momento de nuestro regreso a la casa del Padre, para envolvernos en su abrazo de misericordia; y Él tendrá preparado para nosotros el mejor banquete y la más luminosa de las fiestas, junto a todos los que nos precedieron en este “retorno al Paraíso”.

«Si creemos esto, la muerte deja de darnos miedo y podemos también esperar partir de este mundo de forma serena, con tanta confianza. Quien ha conocido a Jesús ya no teme nada» (Papa Francisco. Audiencia general del 25 de octubre de 2017).

Amén.

Construyendo a un hombre nuevo (VII). Necesitamos amar como Jesús

En nuestros breves encuentros a lo largo de estos meses hemos estado conversando sobre la construcción del hombre nuevo, que constituye nuestra aspiración y nuestra meta. Reconocíamos al principio de esta andadura la necesidad de definir los pilares de nuestra vida, para responder a la pregunta: ¿Quién soy yo?

El camino que hemos recorrido nos ha llevado a definir un modelo de hombre que nace según el modelo de Cristo. Somos creados a su imagen, pero en el camino por mantener incólume esta imagen original, reconocemos que tenemos errores, caídas, motivadas por nuestras propias debilidades y, en la medida en que vamos levantándonos de estas caídas, aprendemos de ellas, las superamos y nos hacemos más fuertes. También hemos manifestado que somos seres sociales y socializantes, necesitamos de los demás para vivir, para completarnos; nadie es autosuficiente por sí mismo. Y, por último, hemos hablado de nuestra dimensión trascendente que debemos cultivar en «comunidad»: nuestra identidad espiritual.

Pero un elemento nos falta por destacar, y creo que es muy importante, aunque se pueda pensar que viene implícito en el Modelo de donde partimos: Cristo. Al imitarlo a Él, también hemos de imitar su entrega gratuita, incondicional, y su sacrificio por nosotros en la Cruz. Este es el acto más sublime y trascendental que podemos encontrar, el que da sentido a nuestra fe, y también, el que identifica lo que es el verdadero Amor.

Él no buscó su interés ni su beneficio sino el nuestro. Renunció a todo por darnos la vida. Siendo Dios, se hizo uno de nosotros: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz». (Filipenses 2, 6-8)

Este es el sentido del verdadero Amor que hemos de imitar para ser realmente «Cristos», “hombres nuevos”.

Los riesgos a los que nos enfrentamos hoy día

Para imitar correctamente el modelo que Jesús nos mostró muchas veces hemos de nadar contracorriente. Porque el mensaje que nos vende la sociedad es un mensaje que fomenta el individualismo: “valórate a ti mismo”, “tú primero, después los demás”, “haz esto y te sentirás bien”, “haz que te valoren”, “porque yo lo valgo”; un mensaje donde el individuo es lo primero, se convierte en “dios de sí mismo”, y por tanto en “siervo” (más bien esclavo) de sí mismo, porque no hablamos de un servicio sino de una dependencia.

Pensamos por ejemplo en el matrimonio. Hoy en día muchos matrimonios fracasan. ¿Qué es lo que pasó?, ¿no hubo amor?, ¿se apagó? Quizá no se valora el matrimonio como algo “para toda la vida”, estable, en el que te unes a otra persona con quien puedes y quieres compartir un proyecto de vida, retos, experiencias para asumir juntos. Los noviazgos muchas veces son incompletos, porque no se contemplan como etapa para conocer realmente a la persona con la que te vas a unir. Y cuando se piensa en la palabra amor, no se piensa en un verdadero Amor como el que nos mostró el Maestro. Un Amor que implica entrega, gratuidad, donde el objetivo es hacer feliz al otro renunciando, si es necesario, a aquello que para uno mismo es importante, pero que, en el fondo, no es «más importante» que la persona amada. La “renuncia” por Amor es la mejor prueba del verdadero Amor.

Y ¿qué pasa con los voluntariados? He escuchado muchos testimonios de organizaciones, donde cuentan que muchos voluntarios no creen realmente en la causa donde van a colaborar. Simplemente experimentan un vacío interior, y cuando a través de esa colaboración sienten que ya han llenado tal vacío, dejan de colaborar. Podemos deducir que quizá se busquen más a sí mismos que ofrecer un servicio a los demás.

Recuerdo una historieta de la célebre “Mafalda” de Quino, donde una señora pregunta a Susana si quiere más a su papá o a su mamá (desafortunada pregunta que a veces hacemos a los niños, obligándoles a cuantificar el amor). La reflexión de Susana aparece en las siguientes viñetas representando a su papá y a su mamá con una imagen del mismo tamaño, y después una imagen de sí misma con un tamaño muy superior. La respuesta estaba clara: «A los dos por igual». Porque ella se amaba a sí misma por encima de todo. Me podéis decir que eso es bueno, pero lo cierto, y conociendo a este personaje de Quino, podemos diferenciar que una cosa es amarse a uno mismo, que es bueno y necesario, y otra la egolatría en la que viven muchas personas. Según la RAE, egolatría es «culto, adoración o amor excesivo de sí mismo».

El individualismo que lleva al hombre a buscar solo el beneficio propio y dejar solo las «migajas» para compartir con los demás, es una tendencia que puede convertirse en un virus quizá más peligroso que los que asolan hoy el mundo.

Los dones que recibimos de Dios son un don para compartir, no son solo para nuestro beneficio personal. Quizá podríamos vislumbrar aquí una parte del pecado original: cuando nos hacemos poseedores de todo lo que recibimos gratuitamente de Dios, como si fuera nuestro sin reconocer que es un regalo suyo, llegando hasta el punto en que no lo compartimos con los demás.

Hay esperanza

Pero no todo es individualismo en nuestra sociedad. Somos capaces de reconocer en nuestro entorno cuáles son los verdaderos valores que nos hacen realmente felices. Lo hemos comprobado especialmente en este último año y medio. Preguntémonos: ¿por qué valoramos tanto el esfuerzo de los sanitarios durante los momentos de crisis en la pandemia, o los servicios cívicos y policiales? Porque nos hemos dado cuenta de que ellos no han hecho horas extra para ganar más dinero, sino por ayudar, por servir, por solidaridad.

Ya lo dijo el Papa Francisco en la audiencia general del día 12 de agosto de 2020: «Es loable el compromiso de tantas personas que en estos meses están demostrando el amor humano y cristiano hacia el prójimo, dedicándose a los enfermos poniendo también en riesgo su propia salud. ¡Son héroes! Sin embargo, el coronavirus no es la única enfermedad que hay que combatir, sino que la pandemia ha sacado a la luz patologías sociales más amplias. Una de estas es la visión distorsionada de la persona, una mirada que ignora su dignidad y su carácter relacional. A veces miramos a los otros como objetos, para usar y descartar. En realidad, este tipo de mirada ciega y fomenta una cultura del descarte individualista y agresiva, que transforma el ser humano en un bien de consumo».

La antítesis del individualismo es la entrega, la gratuidad, el sacrificio personal. El verdadero significado de nuestra imitación de Jesús lo encontramos en la Cruz: «La Cruz es pues la manifestación suprema del amor de Dios hacia toda persona humana y hacia la creación entera. En la Cruz, Cristo nos manifiesta que Dios es Amor: un amor compasivo y misericordioso, eternamente fiel a sí mismo y a sus creaturas». (De la carta de D. Casimiro López Llorente, Obispo de Segorbe-Castellón del 14-09-2019).

Es lo que Él hizo. Cuando te olvidas de tus intereses y das la vida por el otro, cuando ves unos padres que lo dan todo por sus hijos, cuando ves el amor de una madre que lleva en su seno a su hijo, y lo cuida hasta el cansancio, cuando ves a un misionero abandonar comodidades para dar la vida por su misión, cuando ves a los profesionales que pierden horas de sueño por cuidar a los enfermos, o a los ancianos… entonces descubres que hay esperanza, porque hay Amor.

Hemos recorrido un camino y queremos llegar a la meta: queremos ser parte de esa Nueva Humanidad. Si no queremos ser como cáscaras vacías, sin vida, como corazones de piedra, como muertos en vida, la Cruz es la respuesta, el Amor es la respuesta. «Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras; renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Efesios 4, 22-24).

Construyendo a un hombre nuevo (VI). Necesitamos compartir nuestra fe.

«Había una vez un barquito chiquitito, que no podía navegar». Algunos recordamos esta canción de nuestra infancia, una canción interminable: «♫♪ Pasaron un, dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas y aquel barquito, aquel barquito, aquel barquito navegó…♫♪ y si esta historia parece corta volveremos, volveremos a empezar ♫♪”.

Sí, una historia interminable, porque se volvía una y otra vez al comienzo. Y ¿por qué hago referencia a esta canción? Me ha venido a la mente al comenzar a reflexionar sobre la siguiente etapa de nuestra tarea compartida «construir a un hombre nuevo«.

En nuestros encuentros anteriores constatábamos la necesidad que tenemos de los demás, aunque a veces preferimos vivir la experiencia del individualismo. «Necesitamos personas a quienes amar, servir, cuidar, proteger, con quienes conversar, a quienes obedecer o a quienes guiar» (Necesitamos de los demás-4). También hablábamos sobre la necesidad de una relación personal con Dios, para precisar lo que creemos, “nuestro credo”.

Si unimos ambas necesidades, podemos llegar a una conclusión: entre las personas a quien puedo amar, servir y cuidar, algunas de ellas tienen mis mismas creencias e inquietudes, profesamos una misma fe, caminamos juntos hacia una misma luz, tenemos las mismas dificultades y podemos ayudarnos a superarlas. Caminar con ellas reafirma nuestra identidad personal y también nuestra realidad comunitaria. Esta pertenencia a un grupo de fe es lo que llamamos Iglesia.

Volvemos a la historia del barquito. Cuando la he recordado, me ha sugerido la imagen de tantas personas que navegan por el mar de la vida, buscando un «faro» indeterminado, contando solo con sus “solas fuerzas”. Son naves solitarias, personas individuales o familias que, como «barquitos chiquititos», navegan solas, viven una vida cristiana aisladas de los demás, sin familia espiritual, sin guía, sin pastor ni hermanos, fundamentando su fe solo en las creencias aprendidas en la infancia, contentándose con una práctica semanal como un mero “cumplimiento”, buscando la luz del faro del Señor, pero solos, “solitarios”, envueltos por las olas en la inmensidad del “océano de la vida”, sin el amparo de una familia espiritual con quien compartir la fe, contrastar vivencias, inquietudes y dudas. Si el barco hace aguas, o se estropea el motor, o se pierde el rumbo, no tienen a nadie a quien acudir. Si no saben leer la “ruta de las estrellas” pueden navegar en círculos sin fin, sin avanzar en el camino espiritual. Y si encuentran de pronto una zona tranquila, de bonanza, echan el ancla y, como se dice en términos náuticos, fondean en ese lugar, y disfrutan de una paz temporal que muchas veces se convierte en un acomodamiento espiritual, sin exigencias, sin esfuerzos, sin … viaje.

Esta es la situación de muchos cristianos que caminan solos, con escasa o ninguna interacción con los hermanos en la fe.

Desde el comienzo de la Iglesia, los cristianos conformaron una familia, se necesitaban, se apoyaban: «Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común» (Hechos 2, 44). Oraban juntos, compartían, hacían realidad en sus vidas el mensaje del Evangelio. El amor que les unía era el mejor testimonio evangelizador ante el mundo. Esta realidad de los tiempos apostólicos debería también ser parte de nuestro presente, recuperando el sentido primitivo de la primera comunidad apostólica.

EN PRIMERA PERSONA

Querido lector: me puedes decir que cuando vas a la iglesia a participar de la Eucaristía no eres capaz de encontrar esta sencillez evangélica de los tiempos apostólicos; me dirás que descubres los mimos rostros serios y carentes de vida que encuentras cada semana. Pero yo te diría: encuentras lo mismo que tú llevas. Si llevas amor, encontrarás amor; si eres generoso, encontrarás generosidad; si buscas oración, encontrarás una comunidad orante; si sonríes encontrarás una sonrisa. Pero si vas con desgana y aburrimiento, verás reflejado en tus semejantes la misma actitud que tú llevas contigo.

No busques justificarte en lo que piensas que ves en los demás. Es muy fácil escudarnos en los errores que se han cometido a lo largo de la historia o en la falta de alegría que pensamos que tienen los demás, para justificar nuestra falta de esfuerzo. Cambia, vive, busca. Sonríe y encontrarás una sonrisa; ama y te sentirás amado.

SEGUIMOS

Para construirnos como hombres nuevos necesitamos ser conscientes de que necesitamos sentirnos, sabernos parte de la Iglesia, compartiendo una misma fe, alimentándonos juntos de la Eucaristía, la Comunión y la Palabra (cfr. Hechos 2, 42-47).

Vamos a aplicar todo esto en el ejemplo del «barquito». Necesitamos que nuestro barquito se sienta parte de una flota de barcos, «la Iglesia»; navegar juntos, sentirnos parte de una gran familia. Esta flota está compuesta por miles de barcos que navegan hacia un mismo Faro, la Luz de Jesús. Cada barco mantiene su identidad y carisma personal. Juntos buscan el rumbo, se cobijan unos a otros; si alguien necesita del barco hospital, o del barco escuela, se puede acercar a él; si se vive una situación de conflicto, en la flota hay barcos de consejeros, suministros, terapeutas, sanidad, intercesión, lugares de reposo espiritual; y cada barco desempeña su servicio en bien de toda la flota. Si algún barco se desvía de la ruta o le falla el motor, es remolcado mientras se arregla la avería. Así es la Iglesia: una gran flota de barcos diferentes, diversos, pero que navegan juntos en torno al barco guía, hacia una misma Luz, un mismo horizonte.

Vivimos en la Iglesia; es nuestro hogar, nuestra familia; compartimos una misma fe y esto nos hace más fuertes, más ricos, porque nos enriquecemos con la diversidad de los demás.

LOS ATAQUES

¿Qué pasa hoy en nuestra sociedad cuando se habla de la Iglesia? Se escuchan en los medios de comunicación muchas noticias negativas, opiniones, incluso ataques. Y cuando las escuchamos, “nos escandalizamos de la Iglesia”. ¡Cómo! ¿Nos escandalizamos? Analicemos esto.

En una primera reflexión es importante resaltar que las noticias negativas y los ataques a la Iglesia, muestran solo una ínfima porción de una realidad mucho más grande, llena de héroes anónimos que entregan su vida por Jesús, y que no salen en los medios; no son “noticia”. Huelga recordar, claro, la coherencia y responsabilidad que tenemos de discernir la información, es decir, la necesidad de constatar la veracidad de estas noticias, que, tristemente, rara vez comprobamos. Para las personas que solo se alimentan de esta “realidad” mediática negativa, la opinión que se forjará en ellos, casi sin quererlo, estará totalmente mediatizada.

La Iglesia, nuestra familia, es rica en valores: entrega, sacrificios, solidaridad, generosidad, intercesión, cooperación, escucha, aceptación, abnegación. Cometemos errores, pero nunca dejemos que estos nos impidan ver lo positivo, “que las nubes no nos impidan ver el sol”.

Por otra parte, si nos sentimos Iglesia no nos debemos escandalizar ante el pecado de algunos hermanos, sino que deberíamos avergonzarnos, porque se mancha “nuestra Iglesia”, a la que pertenecemos. Quien se escandaliza está mirando los pecados de los hermanos desde fuera de la Iglesia, como quien “juzga”, como quien dice “ha sido él, no yo”. Quien se avergüenza, experimenta el error del hermano como suyo propio, porque “es su familia”, y por lo tanto tiene la ocasión de pedir perdón, y de ser portador de misericordia.

¿Por qué he sacado a colación el tema de los ataques a la Iglesia?

Imaginemos de nuevo el ejemplo del barquito. La flota de la Iglesia tiene que navegar muchas veces por mares encrespados, en medio de tormentas que originan olas enormes. El pequeño barco vive arropado por el resto de la flota, pero corre peligro de chocar con otros barcos, o alejarse de ellos, perdiéndose en medio de la inmensidad del océano. Se pone a prueba nuestra pericia naviera para mantener el rumbo.

Así pasa también en la vida real: cualquier ataque a la Iglesia nos repercute. Es nuestra familia, creemos en ella (así lo proclamamos en el Credo: Creo en la Iglesia…). Es nuestra responsabilidad contribuir, desde una vida santa, en la tarea de fortalecerla, purificarla, sobre todo desde nuestra oración y nuestro ejemplo.

Creer en la Iglesia supone amarla, respetarla, conocerla; por supuesto, no juzgarla, porque eso te lleva a mirarla desde fuera, como si no pertenecieras a ella; y, sobre todo, asumir nuestra responsabilidad, con nuestro carisma personal y comunitario, para contribuir con nuestra entrega en beneficio de la construcción de un Reino de Paz y Amor en la tierra.

¿Eres Iglesia? ¿Te sientes parte de esta gran familia? ¡Animo! ¡Vívela!

Construyendo el hombre nuevo (V). Necesitamos a Dios.

La sociedad en la que nos ha tocado vivir se mueve, y nos empuja, hacia una visión material o materialista de la vida, relegando lo espiritual al «ámbito de lo privado». Esto es lo que se ha dado en llamar «políticamente correcto».

Y es cierto que cada persona debe tener libertad para pensar y sentir, libertad para creer; y por ello, somos todos diferentes en nuestra manera de rezar, de expresarnos, de amar. Nuestras diferencias suponen una riqueza para la sociedad, porque aportamos lo que somos, y nos enriquecemos con lo que los demás nos aportan: juntos somos más fuertes y diversos.

Aplicando este principio al ámbito de nuestras «diferencias» en lo que creemos, podríamos pensar que hay tantas “religiones” o maneras de comunicarse con Dios como personas viven en el mundo. Es una conclusión dentro de la lógica humana. Pero este razonamiento puede inducirnos a un error; llegamos a esto al contemplar la religiosidad del hombre, su relación con Dios, desde el mismo hombre; estamos poniendo al ser humano como punto de referencia, como centro del universo: «lo que yo creo es lo que vale», “yo soy el que define quién es Dios”.

Y lo cierto es que el «centro» no puede ser el hombre, sino siempre Dios. Recordemos las palabras que el Señor le dice a Job: «¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra? Cuéntamelo, si tanto sabes. ¿Quién señaló sus dimensiones (¡seguro que lo sabes!) o le aplicó la cinta de medir?» (Job 38, 4-5). Es muy pretencioso que consideremos siquiera que podemos controlar, juzgar, manipular, utilizar a Dios como un sirviente, como si su Esencia, dependiera de “nuestra definición”. Pensamos que tenemos el control de todo lo que manejamos, y también, por tanto, el control de Dios; y así acabamos viviendo sin darnos cuenta de que creemos lo que queremos creer, cuando la realidad es que Él nos creó porque quiso crearnos.

No, la religión nunca se puede plantear desde el hombre. Y me digo a mí mismo: «¡Qué inútil es plantearse una vida sin Dios!».

Todos creemos.

Muchos piensan: «¿Para qué sirve Dios, la fe, la religión? ¿Acaso ayuda en algo? Solo trae complicaciones y obligaciones, y me impide vivir mi vida como quiero vivirla».

Pero lo cierto es que todos tenemos unas creencias que nos guían, que representan nuestra “estructura”, el esqueleto de nuestro pensamiento, una escala de valores construida a partir de unos principios, y que conforma nuestra vida. Es como en el cuerpo humano; tenemos un esqueleto que nos permite mantenernos de pie. Si nos faltara ese esqueleto, nuestro cuerpo caerá flácido al suelo. Y si nuestros huesos fueran frágiles como el cristal, nuestra vida estaría siempre en riesgo ante cualquier golpe o caída. Tenemos, necesitamos tener algo en que creer.

Unas personas prefieren basar su vida en pensamientos filosóficos; otros adoran a un solo dios: ellos mismos; otros prefieren poner todo el sentido de sus vidas en la tecnología, y viven pendientes de su «pantalla»; otros basan su vida en «tener», ganar dinero. En el fondo todos basamos nuestra vida en unos principios, un fin. Para algunos, es un fin material, caduco, efímero, y para otros, un fin supremo que trasciende al hombre.

El título de este artículo nos lleva a deducir que, para construir el hombre nuevo en nosotros, necesitamos a Dios, no simplemente una filosofía o un fin material. El hombre nuevo nace desde Jesús, que, como ya dijimos hace algún tiempo, es el modelo desde el cual fuimos creados.

Pero basta de teorizar. Más que describir las diversas situaciones, mejor es compartir en estos párrafos mi experiencia personal.

Y entonces, ¿en quién creo yo?

Yo creo en Aquel que me ha dado la vida, que me amó desde el principio, que pensó en mí para entregarme su amor; Él creó el mundo, los planetas, los mares, las montañas, los ríos, los árboles, para darme un lugar donde vivir. No me creó solo, porque sabía que necesito amar y ser amado por persona semejantes a mí que hicieran visible y tangible el amor que me ha regalado. Creo en Jesús, que me mostró el Amor más grande sufriendo una muerte injusta para salvarme y mostrarme el Camino, la Verdad y la Vida. Creo que Él me lo ha dado todo para que yo también lo dé todo por los demás. Creo que Él ha decidido morar en mí llenándome de su Santo Espíritu para completarme y hacerme capaz de Él. Creo que Él vive a mi lado, a nuestro lado, como luz que me guía, como muralla que me protege, como aliento de vida, como descanso del corazón, como consolador y fortaleza; y creo que me espera preparando para mí un lugar en el Paraíso, donde, libre de todas las cargas, pueda pasear junto a Él y junto a los que han llegado antes que yo, gozando de su presencia y de su paz.

Sí, creo. Y mi fe da aliento a mi vida, me permite ser fuerte cuando hay dificultades, me hace sentirme acompañado siempre, porque sé que mora en mí; y me permite mirar al futuro con esperanza, sin miedo, en el anhelo del día en que nunca me separe de Él.

Creo. ¿Y tú? ¿Crees? ¿En quién crees?

Construyendo el hombre nuevo (IV). Necesitamos de los demás.

Hablábamos en nuestro anterior encuentro sobre los valores humanos, lo que nos hace seres humanos y, en consecuencia «divinos», porque nos hace semejantes al Creador. Pero cuando hablamos de amor, confianza, solidaridad, sinceridad, que son valores humanos, nos preguntamos ¿a quién o con quién?

Porque si son valores que nos hacen «humanos», bastaría con vivirlos en la intimidad, nosotros solos. Pero parece que no es así; el sentido de estos valores es que marcan nuestra relación con los demás, con los cercanos y con los lejanos. Cuando decimos que amamos, el destinatario de ese amor puedo ser yo mismo, puede ser Dios, pero también debemos proyectar ese amor hacia nuestros semejantes.

Necesitamos personas a quienes amar, servir, cuidar, proteger, con quienes conversar, a quienes obedecer o a quienes guiar. Sin estas personas, no podemos desarrollar nuestros valores, nuestros talentos, y por tanto tampoco nos construimos como «hombres nuevos».

Si intentas que una vara de madera se mantenga de pie por sí sola, lo primero que pensarías es anclar una parte de la misma en tierra. Eso sería como «ponerle los cimientos». De esto hablábamos en nuestro anterior encuentro. Pero, aunque se mantuviera en pie, su estabilidad será frágil. Un empujón, un golpe de viento la tumbarían. Podríamos aplicar esta analogía a nuestra vida. Si yo soy como esa vara, en soledad, sin relación con nadie, aunque tenga unos cimientos muy sólidos, soy débil, estoy a merced de vientos, tropiezos, empujones; no puedo subsistir solo. Necesito de los demás. Necesitamos de los demás.

Quizá mi digáis que eso ya lo sabéis: somos comunidad humana, vivimos en sociedad, y estamos estructurados como tal, y dependemos los unos de los otros.

Lo sabemos, pero también es verdad que vivimos muchas situaciones donde «no vivimos lo que sabemos que debemos vivir». Sabemos que necesitamos de los demás, pero a la vez actuamos sin contar con ellos; sabemos que debemos ser honrados, pero engañamos; sabemos que debemos confiar, pero dudamos de las personas. ¿Por qué? Porque en el fondo preferimos actuar como seres independientes. Nos incomoda que nos corrijan, preferimos tener la razón, no confiamos en los demás, a pesar de las pruebas que nos han dado de amor y confianza, “creemos” ver enemigos en las personas con las que compartimos casa, trabajo, ocio.

Una visión errada del mundo quiere llevarnos al individualismo, a buscar solo nuestro interés, incluso en perjuicio del interés de los demás. Una visión errada de mí mismo me lleva a auto protegerme para evitar que los cercanos me hieran. Confundimos justicia con venganza, debate con discusión, sabiduría (todo lo sé) con desconfianza (él no sabe), progresar (en el trabajo) con manipular, mentir y robar, y preferimos mantener las distancias con los demás, debilitando así nuestros recursos, nuestra capacidad de vivir y de encontrar la verdad.

En definitiva, preferimos el camino fácil de los «contravalores», justificándonos a nosotros mismos con la idea de que «lo hacen todos» (como si eso fuera una garantía de validez).

La Palabra de Dios nos dice: «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lucas 11, 28). Y nos dice también: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Juan 15, 13). La Palabra de Señor nos abre un camino muy sencillo: nuestra vida, nuestra felicidad será plena cuando dejemos de ser nosotros el “centro” del universo, y seamos capaces de ver a Jesús en todos aquellos a quienes se nos han dado la oportunidad de servir, amar y cuidar. «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mateo 25, 40).

Construyendo a un hombre nuevo (III). Jesús es nuestro modelo.

Seguimos en la tarea de construir un hombre nuevo, de construirnos. Descubrir nuestra realidad, lo que somos, es solo un primer paso, como si a un pintor le diéramos un lienzo vacío, con sus imperfecciones en la trama de la tela, pero con una superficie esperando recibir las pinturas de color que harán surgir la imagen, la creación del artista. Para dar un paso hacia delante en este proyecto, necesitamos reconocer, descubrir en nosotros los pilares que, como en cualquier construcción, serán la «roca firme» donde sustentar todo el edificio. Hablamos de los “valores humanos”.

Pero, ¿qué son los valores humanos?

Podríamos definirlos como cualidades de cada individuo que le llevan a comportarse de una forma determinada y que definen sus prioridades en la vida. También podríamos decir que son el conjunto de virtudes que posee una persona, que le mueven a comportarse de una manera determinada, que regulan su conducta, y le permiten diferenciar entre lo que está bien y lo que está mal, decidir lo que debe o no debe hacer y discernir lo justo de lo injusto.

Pero yo iría más allá. Los valores humanos son las cualidades que nos hacen ser semejantes a Dios, y por eso nos hacen ser “plenamente hombres”.

Encontramos en el libro del Génesis: «Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra”. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Genesis 1, 26-27). ¿Cómo es esto posible? ¿Cuál es el modelo que empleó Dios? ¿De dónde sacó el patrón?

Para responder a esta pregunta baste recordar lo que proclamamos en el Credo: «Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos». Aquí encontramos nuestra respuesta. El Hijo, Jesús, es el modelo del que fuimos creados, la “Imagen de Dios”. Y, por tanto, es también el modelo del que, en nuestra libertad mal utilizada, nos fuimos alejando; nos descuidamos durante el “viaje de la vida”, y, aun habiendo nacido con la capacidad de amar, de ser íntegros, fieles, generosos, en el transcurso de la vida nos hemos desviado hacia la desobediencia (Adán y Eva), a la soberbia (torre de Babel), a la violencia (Caín), a olvidarnos de Aquel que nos creó y veló siempre por nosotros, buscando otros modelos a imitar, otros “dioses”.

Y como parecía que no teníamos la capacidad de aprender, Dios envió a su Hijo para mostrarnos cómo ser “plenamente humanos”. Para ello, nos dejó como modelo su Ejemplo y su Palabra.

Porque vivir en plenitud los «valores humanos» nos lleva a imitar a Jesús, y, por tanto, nos hace ser “capaces de Dios”. Recuperamos así nuestra esencia divina: ser creaturas a su imagen. Por eso, nuestros cimientos solo pueden construirse sobre el cimiento de Jesús, que es nuestra “roca firme”.

Cuando buscamos y repasamos las múltiples listas de los “valores humanos», uno de los primeros que resalta siempre es el Amor. Jesús, en el Evangelio, nos habla del amor: «Respondió Jesús: “El primero es: ‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. El segundo es este: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que estos» (Marcos 12, 29-31).

Pero, como decíamos, no solo nos deja su Palabra, sino que también nos muestra, con su vida, cómo debemos actuar: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Juan 13, 1).

Lo mismo podemos decir sobre la Humildad. Nos dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Marcos 9, 35). Pero también refrendó sus palabras con sus actos; el mejor ejemplo de humildad, siempre es Jesús; Él lavó los pies de sus discípulos, siendo el Maestro y el Señor: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Juan 13, 14-15).

Podemos encontrar en los Evangelios muestra de:

  • Su discreción: «Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña» (Marcos 5, 43).
  • Su misericordia: «Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio» (Marcos 1, 41).
  • Su sabiduría: «Se lo trajeron. Y él les preguntó: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?”. Le contestaron: “Del César”. Jesús les replicó: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Y se quedaron admirados» (Marcos 12:16, 17).
  • Su espíritu de servicio: «Él les dijo: “Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco”. Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer» (Marcos 6, 31).
  • Su integridad: «Se acercaron y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres veraz y no te preocupa lo que digan; porque no te fijas en apariencias, sino que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad. ¿Es lícito pagar impuesto al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?”» (Marcos 12, 14).

En Jesús encontraremos todos los valores humanos, encontraremos el modelo para ser humanos, y, por tanto, para llegar a ser como Dios. Imitar a Jesús no consiste en vestirse con túnica hebrea, llevar el cabello largo o aprender arameo, sino imitar Su madurez humana, largamente “trabajada”.

Cuando Él vino a mostrarnos con su vida el camino hacia Dios, no dudó en sumergirse en nuestro fango, en nuestro estiércol, para convertirse así en nuestro verdadero cimiento. Muchos no son capaces de conocerlo, de reconocerlo, porque nunca han oído hablar de Él, y no se dan cuenta de cómo el Señor está tan íntimamente unido, involucrado, fundido en nuestra vida, en nuestra cultura, en nuestras relaciones, en nuestro lenguaje. Buscan una trascendencia, una respuesta al sentido de la vida; necesitan modelos para imitar, pero todo lo que encuentran son referentes falibles, incompletos, imperfectos. Y no se dan cuenta de que eso que buscan, esa piedra angular, esa roca firme donde edificar sus vidas no es otra que “Dios hecho hombre”.

Jesús es nuestro modelo, porque de Él partimos, con Él caminamos, y hacia la plena comunión con Dios nos dirigimos. Finalizo con las palabras que nos dejó San Pablo: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Corintios, 11, 1).

Construyendo a un hombre nuevo (II). ¿Quién soy yo?

Seguimos en la tarea de construir en nosotros un «hombre nuevo» a imagen de Jesús. Y para esto, como decíamos en nuestro anterior encuentro, necesitamos conocer cuáles son nuestros cimientos.

¿Quién no se ha preguntado en algún momento de su vida «quién soy»? Y no porque tengamos «amnesia» y hayamos perdido la memoria; me refiero al momento normal en la vida de cada uno en el proceso de nuestro crecimiento, donde vamos tomando conciencia de nosotros mismos, de nuestra pertenencia a un mundo complejo, y de nuestra trascendencia, nuestra relación con Dios.

Algunas personas no llegan a conocer quizá por falta de referentes, de «testigos», al Dios-Amor que ha dado su vida por nosotros; a unos su reflexión les lleva a concluir que debe existir «algo», quizá el «Dios desconocido» de los griegos; o bien asumen que es «alguien lejano», ajeno a nuestras vidas; o simplemente no existe; o encuentran respuestas desde la filosofía o el materialismo.

Otros hemos tenido el privilegio de que nos hablaran de Dios, hemos podido conocerlo no solo intelectualmente sino sobre todo en el corazón, y esto nos ha ayudado a «reconocernos» en Él, y a buscar en Cristo la «imagen» de lo que debemos ser.

Pero no quiero ahondar en este momento en nuestro ser trascendente. Aunque es cierto que el principal cimiento en el que crecemos y nos desarrollamos como personas es el Amor de Dios: un Amor manifestado en Cristo.

Nuestra realidad.

«Quiénes somos», «en qué creemos», «hacia dónde vamos», son preguntas que nos ayudan a marcar nuestro camino.

Si no tenemos claro en qué creemos, iremos dando tumbos por la vida, siguiendo al «líder» de turno, y obedeciendo los intereses de otros.

Si no sabemos hacia dónde vamos, corremos el riesgo de quedarnos en la «estación», sin hacer nada, porque estaríamos desconociendo nuestro destino; caminaríamos sin rumbo, en círculos, sin avanzar, como el que se mete en una rotonda con el coche y no sale de ella porque no tiene claro qué salida escoger.

Si no sabemos quiénes somos, si no nos conocemos a nosotros mismos, nuestro presente se convierte en una verdadera «caja de sorpresas».

Cuando era joven me preguntaba cómo forjar mi personalidad, cómo descubrir mi visión sobre los temas trascendentales. La respuesta me vino así: «lee, fórmate, adquiere conocimiento sobre la vida, sobre la cultura, aprende, forja tu mente: en el camino descubrirás la verdad, «tu verdad», la verdad sobre ti mismo».

Y descubrí la importancia de la educación, de la cultura, del conocimiento, para alcanzar la libertad de elegir, y para poder conocerme a mí mismo, para ser yo mismo; y a nivel de fe poder reconocer el modelo al que quiero parecerme, el modelo sobre el que fui forjado, que es Cristo, y al que aspiro imitar, como dice Pablo: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Corintios 11, 1).

Solo cuando madure y avance en el sentido de las cosas, seré capaz de discernir, de decidir:

  • podré elegir entre el bien y el mal, cuando conozca qué es lo moralmente bueno,
  • podré elegir una vocación, un camino, cuando conozca las alternativas que tengo,
  • podré elegir qué ver en la televisión, qué comida hacer, qué libro leer, cuando conozca las ofertas, las posibilidades,
  • podré decidirme por un banco concreto, el servicio de un profesional o un comercio, cuando conozca las ofertas de cada uno y pueda elegir lo más conveniente,
  • podré…, en definitiva: seré plenamente libre cuando conozca las opciones que tengo.

Es más cómodo no tener opciones, me resulta más fácil si ya me facilitan la respuesta que debo dar, menos comprometido si no tengo que enfrentarme a mis miedos, a mis limitaciones y debilidades. Y cuando he asumido una opinión, sin conocer el resto de las opciones, la defiendo hasta con cierta violencia, porque en el fondo no sé cómo justificarla, y la impongo ante los demás sin permitir un diálogo; no queremos aparecer como débiles ante los demás.

Para poder ser fuertes, dialogantes, hemos de ser capaces de reconocer nuestras debilidades, reconocer que no sabemos de todo, asumir que necesitamos de los demás.

Y reconocer ante Dios y ante nosotros mismos nuestras debilidades; porque el «hombre nuevo» no se construye sobre utopías ni sobre hombres «perfectos» y sin tacha, sino sobre nuestros errores, nuestros fracasos que, con el tiempo, se  transforman en estiércol, en alimento para la tierra, para «nuestra tierra».

Y, como enseña Pablo: «»Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Corintios 12, 9-10).

Construyendo a un hombre nuevo (I). ¿Por qué somos tan vulnerables?

Que fácil sería todo si fuéramos plenamente conscientes de que somos «parte de Dios», destellos de su gloria (Mantenerse en la brecha II). Viviendo en y para el Señor, las cosas se ven, se viven diferente, como en otra realidad, la Realidad.

Pero la verdad es que nos dejamos llevar, con relativa facilidad, por nuestras debilidades, por las sombras que nos atenazan; dejamos de sonreír, nos enfadamos, nos crispamos, perdemos el brillo en nuestra mirada, y nos dejamos llevar por sentimientos que nos resultan dañinos. Nos pasa  como a San Pablo: «En efecto, no entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (Romanos 7,15).

Se supone que tenemos claro qué hemos de hacer, que somos fuertes en nuestras convicciones; como cristianos conocemos el mandato del amor, la necesidad de la paz, de la concordia, del respeto; pero lo cierto es que, a la primera de cambio el mundo exterior nos seduce hacia la violencia, el juicio, el rencor, las malas palabras. Las noticias, acontecimientos o situaciones adversas de cada día nos quitan la paz con la que debemos vivir, y parece como si se derrumbara todo el mundo a nuestro alrededor.

¿Por qué somos tan vulnerables?¿Por qué cambiamos tanto de criterios o de estado de ánimo?

Un signo muy patente de nuestra debilidad es la facilidad con la que nos dejamos influir por las noticias que nos llegan a través de los medios, directamente o a través de personas que nos las cuentan de segunda mano. Muchas veces no son meras noticias, sino opiniones que manipulan nuestro pensamiento. No tratamos siquiera de discernir, de la manera más elemental, para distinguir los «hechos» de las «opiniones». Y después respondemos con rotundidad, defendiendo lo que simplemente hemos escuchado: «Esto es cierto, lo han dicho las noticias». Persuadidos de que somos consumidores de información, no nos damos cuenta de que más bien estamos consumidos por ella.

Nos falta espíritu crítico, para poder distinguir entre la verdad y las «verdades», es decir, las opiniones personales; necesitamos conocer y afianzar los pilares de nuestra vida, para no ser como la veleta que gira en la dirección del viento, de vientos distintos. Sí, es más fácil y cómodo dejarse llevar, pero también es contraproducente para nuestra identidad, porque, al final, no sabemos realmente quiénes somos.

    • Si decimos que somos cristianos, ¿cómo somos capaces de juzgar, criticar, agredir verbalmente a alguien?
    • Si nos identificamos como hombres de Esperanza, ¿cómo es que, con facilidad, mantenemos un rostro triste o enfadado?
    • Si estamos llamados a ser Luz, ¿por qué no iluminamos?
    • Si . . .

Necesitamos, para construir un hombre nuevo a imagen de Jesús, conocer primero quiénes somos, cuáles son nuestros cimientos, nuestros valores, los pilares de nuestra vida.  Pero,  ¿cómo podemos hacerlo?

Te invito a emprender el camino juntos.

¿Te atreves?

 

Mantenerse en la brecha (II)

Concluíamos nuestro encuentro anterior con las siguientes palabras:

«Seremos constructores o reconstructores de paz, cuando «seamos Cristo». Pero, ¿cómo podemos ser Cristo?».

San Pablo nos dice: «Vivo, pero no soy yo el que vive, sino Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2, 20). Este es el sentido por el que queremos transitar en la respuesta a esta sencilla pregunta.

En el fondo, las palabras de San Pablo a los Gálatas nos muestran la esencia del camino del cristiano, discípulo de Cristo: imitarle a Él, hacer vida su Palabra, tener los “sentimientos de Cristo Jesús” (cfr. Filipenses 2,5). “Ser Cristo” quiere decir que lo descubran a Él cuando nos miren a nosotros, que escuchen sus Palabras cuando hablemos, que sientan su Abrazo cuando consolemos al hermano que llora.

“Llegar a ser Cristo” implica imitarle en lo que Él nos enseñó, que podemos encontrarlo en los Evangelios. Conocemos el mensaje, y ponemos nuestro empeño en vivirlo.

Pero, en esta ocasión, me gustaría ir más allá en la respuesta a la pregunta “cómo podemos ser Cristo”, aportando una nueva perspectiva.

Dice la Palabra de Dios que el hombre fue creado a imagen de Dios (cfr. Génesis 5, 1); esto quiere decir que estamos hechos a imagen de Jesucristo: «Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (Romanos 8,29). Él es el modelo, y por eso el fin de nuestra vida debe ser imitarle, “parecernos a Él”.

Pero, aun habiendo sido creados a imagen de Jesús, la verdad es que no somos todos iguales entre nosotros. Somos diferentes, muy diferentes, como obras de arte realizadas con “moldes únicos”. ¿Cómo es esto posible? Parece un contrasentido.

Podemos llegar a la conclusión de que somos iguales en lo que heredamos de Jesús, y diferentes en nuestra parte humana. Nos une la capacidad de amar, por ejemplo, porque es esencia de Dios, pero me diferencian de mi hermano mis cualidades humanas, propias, diferentes.

Pero también hay en nosotros una parte “divina” que nos diferencia. Cada uno de nosotros recibe de Dios unos talentos, una parte de la esencia de Dios que Él ha puesto en nosotros. Los talentos “son” a su imagen. Es una parte de la esencia divina que Él comparte con nosotros. Son los “destellos de Dios”, con los que, cuando los hacemos realidad en nosotros, reflejamos su gloria, su sonrisa, su alegría, su amor.

Cuando tomamos entre las manos los 10, los 5 o el único talento de la parábola (cfr. Mateo 25, 14-30), y los hacemos fructificar, estamos haciendo relucir en el mundo los “reflejos de Dios”; y como solo tenemos una parte de esa esencia, cuando caminamos junto a nuestros hermanos, entre todos hacemos relucir la Luz de Dios en toda su plenitud. Por eso nos necesitamos, nos completamos unos a otros.

Si por el contrario mantenemos escondidos en la inactividad estos talentos, nunca reflejaremos la luz de Cristo en el mundo, no seremos reflejos, destellos de Dios. Si nos quedamos encerrados en nosotros mismos estamos enterrando nuestros talentos, estamos enterrando a Cristo mismo, estamos menospreciando su luz, porque impedimos, con nuestra cobardía y negligencia, que su Luz resplandezca.

El don que recibimos, como reflejo del mismo Cristo, es el regalo de Dios para que podamos «ser Cristo». Las manos, por ejemplo, de un cirujano, puestas al servicio del enfermo como instrumento de Dios, permiten al paciente vivir en su cuerpo la caricia de Dios mismo, porque es Cristo sanador, en la persona del médico, quien le opera.

Tenemos, según esta reflexión, dos opciones en nuestra vida:

Si el centro de nuestra vida somos nosotros mismos, si no dejamos que Cristo brille en nosotros, perderemos la esencia de nuestro ser espiritual; y así nunca seremos constructores de Paz, porque no seremos “Cristo”.

Por el contrario, si hacemos como el siervo de la parábola: «El que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos y ganó otros cinco» (Mateo 25, 16), estamos dejando crecer a Cristo en nosotros, compartiendo la sonrisa de Dios en nuestros labios, alegrando el corazón de los hombres con la Alegría de Dios, sirviendo a los necesitados con las manos de Dios, porque son sus talentos, y con ellos lo hacemos presente a Él. «Ya no soy yo, es Cristo que vive en mí».

Los “destellos de Dios” que recibimos son un verdadero regalo con los que Dios mismo comparte con nosotros parte de sí mismo, nos permite «vivir en Cristo», nos hace posible “ser Cristo”, y, por tanto “constructores, reconstructores de Paz”.