Caminaba Juan por las frías calles, con la tristeza y la rabia inundando su ánimo. Caminaba con un rumbo definido y un propósito firme; lo que le rodeaba le pasaba inadvertido; en su mente solo tenía el recuerdo amargo de la imagen de su hermana Marta llorando, angustiada.
Llegó al bar de su amigo Manolo, consciente del duro momento que iba a vivir. Cuando abrió la puerta, se encontró inmerso en un ambiente cargado de humo, pasión y adrenalina ante una gran pantalla de televisión desde la que se estaba emitiendo el último partido del campeonato.
Juan no estaba interesado en el juego. Solo oteó buscando el rostro de su cuñado Mateo. No necesitó verlo. Su voz embriagada resonaba sobre todas las demás entre el público asistente.
—¡Inútil! Con todo lo que cobras, no eres capaz de marcar un gol tal fácil —decía, más bien gritaba.
Juan se fue acercando a él, sintiendo que sus puños se encrespaban. A poca distancia de su embriagado cuñado oyó otra vez su voz gritando:
—¡Inútil! ¡Has fallado un gol cantado!¡No tienes perdón de Dios!
Juan no pudo contenerse más:
—¡El que no tiene perdón de Dios eres tú, canalla!
Los amigos cercanos impidieron que cometiera una locura; se armó un gran revuelo; Juan, inmovilizado por los fuertes brazos de sus amigos, increpaba a su cuñado, mientras el rostro de este, con los ojos llenos de estupor, fue reaccionando al darse cuenta de sus malas acciones, y se arrodilló arrepentido ante Juan pidiendo perdón.
¿Moraleja?
Si preguntara sobre la moraleja o la razón de este pequeño relato, seguro podrían suscitarse opiniones muy diversas, enfocando a los diferentes ámbitos que se entrelazan en el mismo: sobre las consecuencias del alcohol, los problemas de pareja, el maltrato a las mujeres. Algunos quizás hablarían de la violencia en general, la defensa de los seres queridos, o incluso sobre los efectos del fútbol en los televidentes.
La verdad es que, si he inventado esta pequeña historia es por otro motivo. Solo una frase en el conjunto del relato es objeto de mi reflexión: «No tienes perdón de Dios».
Es una frase muy recurrente en conversaciones informales que no tienen mayor importancia, ya que se trata simplemente de un recurso lingüístico, una expresión coloquial utilizada en situaciones desenfadadas. Pero también la usamos en esos momentos en que verdaderamente nos convertimos en jueces de los demás, y, sobre todo, en “conocedores” de la voluntad de Dios. Con qué facilidad sale de nuestros labios o de nuestro corazón esta expresión: ¡No tienes perdón de Dios!
Y no es la expresión en sí el problema, sino la capacidad que tenemos de decidir quién puede ser perdonado y quién no. Ante situaciones de las que solo conocemos una parte de la verdad, quizá de manera sesgada, por comentarios de otras personas o por titulares de los medios de comunicación, nos creemos con la capacidad objetiva de “dictar sentencia”.
Esto puede hacernos resbalar hacia la maledicencia y la murmuración, que son instrumentos de “destrucción humana”. La misma palabra lo dice: maledicencia: «dícese de la acción o la práctica de la difamación, murmuración o calumnia. Hecho de hablar mal de alguien o algo, o de difamar o calumniar».
Recuerdo al respecto una escena de la miniserie televisiva “Prefiero el Paraíso” (Giacomo Campiotti, 2010), sobre San Felipe Neri. En esta escena un matrimonio confesaba a San Felipe haber hablado mal de una persona, y le preguntan qué deben hacer. Por toda respuesta San Felipe les indica que deben caminar por la ciudad mientras iban desplumando una gallina; cuando terminaron esta acción les dijo: “Ahora recoged las plumas que habéis diseminado”. Se dieron cuenta de que esas plumas significaban sus murmuraciones, y que era imposible recogerlas, porque el viento las habría esparcido por todas partes. Porque una vez que hemos sembrado la difamación, es muy difícil reparar el daño infligido a la persona difamada.
Hemos de ser, pues, muy prudentes y respetuosos a la hora de manifestar opiniones o juicios sobre los demás.
Y sobre nosotros
Lo contrario pasa cuando se trata de nuestros pecados. En no pocas ocasiones tenemos “excusa” para obrar mal. Nos escandalizamos de los pecados de los demás, pero nos cuesta reconocer los nuestros.
Dice el libro del profeta Jeremías: «Y con todo dices que eres inocente, que se aparte de ti la ira del Señor. Pues por eso te voy a juzgar, por decir que no eres culpable» (Jeremías 2, 35).
Pedimos misericordia, rogamos al Señor que nos perdone, que nos libre de su ira, que nos proteja de los males que nos acechan; tenemos miedo de tantas cosas que suceden, y pensamos que son castigo de Dios; pero, por otra parte, nos creemos inocentes. Eso le pasaba al pueblo en Jerusalén, tal como nos relata el profeta; el pueblo preguntaba por la misericordia de Dios sin un verdadero arrepentimiento.
Y es inútil preguntar por la misericordia si sigo pecando. Imaginemos esta escena: una persona confesando al Señor su pecado de gula, y pidiendo perdón al Señor mientras está delante de una mesa repleta de manjares. Su bendición de la mesa, en vez de decir: “Bendice Señor estos alimentos que vamos a comer”, sería, “¡perdona Señor por estos alimentos que voy de degustar!”. Tristemente, esta situación que parece un poco grotesca no está tan lejos de nuestra realidad, cuando no tenemos una verdadera actitud de cambio de nuestras malas conductas, sino más bien un derrotismo acomodaticio: “no puedo cambiar, soy así”.
El verdadero arrepentimiento conlleva una vida de perfección, de búsqueda de santidad. No consiste en darse golpes de pecho, sino en reconocer nuestra debilidad, y cambiar nuestra vida, hacer las cosas de manera distinta.
Es triste ver en nuestra sociedad personas que juzgan y se escandalizan por los pecados de los demás y no se escandalizan por los propios pecados; y uno de los pecados más horrendos es precisamente la “murmuración”; personas que se escandalizan y gritan y juzgan a los demás sin darse cuenta de que ese juicio ya es un pecado. Pero no son conscientes, no se dan cuenta; piensan que lo hacen bien.
Para construir un mundo nuevo de concordia y de Paz necesitamos cambiar de actitud ante la vida y ante los demás, necesitamos un corazón “contrito y humillado”: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado» (Salmo 50,3).
Si cambiamos nuestro corazón para que deje de ser “juez” de los demás, y se torne en instrumento de misericordia, escucha, comprensión y ayuda, estaremos llevando a cabo una doble y hermosa tarea: nuestro camino de perfección y la construcción de un mundo de Amor y Paz.