En nuestros breves encuentros a lo largo de estos meses hemos estado conversando sobre la construcción del hombre nuevo, que constituye nuestra aspiración y nuestra meta. Reconocíamos al principio de esta andadura la necesidad de definir los pilares de nuestra vida, para responder a la pregunta: ¿Quién soy yo?
El camino que hemos recorrido nos ha llevado a definir un modelo de hombre que nace según el modelo de Cristo. Somos creados a su imagen, pero en el camino por mantener incólume esta imagen original, reconocemos que tenemos errores, caídas, motivadas por nuestras propias debilidades y, en la medida en que vamos levantándonos de estas caídas, aprendemos de ellas, las superamos y nos hacemos más fuertes. También hemos manifestado que somos seres sociales y socializantes, necesitamos de los demás para vivir, para completarnos; nadie es autosuficiente por sí mismo. Y, por último, hemos hablado de nuestra dimensión trascendente que debemos cultivar en «comunidad»: nuestra identidad espiritual.
Pero un elemento nos falta por destacar, y creo que es muy importante, aunque se pueda pensar que viene implícito en el Modelo de donde partimos: Cristo. Al imitarlo a Él, también hemos de imitar su entrega gratuita, incondicional, y su sacrificio por nosotros en la Cruz. Este es el acto más sublime y trascendental que podemos encontrar, el que da sentido a nuestra fe, y también, el que identifica lo que es el verdadero Amor.
Él no buscó su interés ni su beneficio sino el nuestro. Renunció a todo por darnos la vida. Siendo Dios, se hizo uno de nosotros: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz». (Filipenses 2, 6-8)
Este es el sentido del verdadero Amor que hemos de imitar para ser realmente «Cristos», “hombres nuevos”.
Los riesgos a los que nos enfrentamos hoy día
Para imitar correctamente el modelo que Jesús nos mostró muchas veces hemos de nadar contracorriente. Porque el mensaje que nos vende la sociedad es un mensaje que fomenta el individualismo: “valórate a ti mismo”, “tú primero, después los demás”, “haz esto y te sentirás bien”, “haz que te valoren”, “porque yo lo valgo”; un mensaje donde el individuo es lo primero, se convierte en “dios de sí mismo”, y por tanto en “siervo” (más bien esclavo) de sí mismo, porque no hablamos de un servicio sino de una dependencia.
Pensamos por ejemplo en el matrimonio. Hoy en día muchos matrimonios fracasan. ¿Qué es lo que pasó?, ¿no hubo amor?, ¿se apagó? Quizá no se valora el matrimonio como algo “para toda la vida”, estable, en el que te unes a otra persona con quien puedes y quieres compartir un proyecto de vida, retos, experiencias para asumir juntos. Los noviazgos muchas veces son incompletos, porque no se contemplan como etapa para conocer realmente a la persona con la que te vas a unir. Y cuando se piensa en la palabra amor, no se piensa en un verdadero Amor como el que nos mostró el Maestro. Un Amor que implica entrega, gratuidad, donde el objetivo es hacer feliz al otro renunciando, si es necesario, a aquello que para uno mismo es importante, pero que, en el fondo, no es «más importante» que la persona amada. La “renuncia” por Amor es la mejor prueba del verdadero Amor.
Y ¿qué pasa con los voluntariados? He escuchado muchos testimonios de organizaciones, donde cuentan que muchos voluntarios no creen realmente en la causa donde van a colaborar. Simplemente experimentan un vacío interior, y cuando a través de esa colaboración sienten que ya han llenado tal vacío, dejan de colaborar. Podemos deducir que quizá se busquen más a sí mismos que ofrecer un servicio a los demás.
Recuerdo una historieta de la célebre “Mafalda” de Quino, donde una señora pregunta a Susana si quiere más a su papá o a su mamá (desafortunada pregunta que a veces hacemos a los niños, obligándoles a cuantificar el amor). La reflexión de Susana aparece en las siguientes viñetas representando a su papá y a su mamá con una imagen del mismo tamaño, y después una imagen de sí misma con un tamaño muy superior. La respuesta estaba clara: «A los dos por igual». Porque ella se amaba a sí misma por encima de todo. Me podéis decir que eso es bueno, pero lo cierto, y conociendo a este personaje de Quino, podemos diferenciar que una cosa es amarse a uno mismo, que es bueno y necesario, y otra la egolatría en la que viven muchas personas. Según la RAE, egolatría es «culto, adoración o amor excesivo de sí mismo».
El individualismo que lleva al hombre a buscar solo el beneficio propio y dejar solo las «migajas» para compartir con los demás, es una tendencia que puede convertirse en un virus quizá más peligroso que los que asolan hoy el mundo.
Los dones que recibimos de Dios son un don para compartir, no son solo para nuestro beneficio personal. Quizá podríamos vislumbrar aquí una parte del pecado original: cuando nos hacemos poseedores de todo lo que recibimos gratuitamente de Dios, como si fuera nuestro sin reconocer que es un regalo suyo, llegando hasta el punto en que no lo compartimos con los demás.
Hay esperanza
Pero no todo es individualismo en nuestra sociedad. Somos capaces de reconocer en nuestro entorno cuáles son los verdaderos valores que nos hacen realmente felices. Lo hemos comprobado especialmente en este último año y medio. Preguntémonos: ¿por qué valoramos tanto el esfuerzo de los sanitarios durante los momentos de crisis en la pandemia, o los servicios cívicos y policiales? Porque nos hemos dado cuenta de que ellos no han hecho horas extra para ganar más dinero, sino por ayudar, por servir, por solidaridad.
Ya lo dijo el Papa Francisco en la audiencia general del día 12 de agosto de 2020: «Es loable el compromiso de tantas personas que en estos meses están demostrando el amor humano y cristiano hacia el prójimo, dedicándose a los enfermos poniendo también en riesgo su propia salud. ¡Son héroes! Sin embargo, el coronavirus no es la única enfermedad que hay que combatir, sino que la pandemia ha sacado a la luz patologías sociales más amplias. Una de estas es la visión distorsionada de la persona, una mirada que ignora su dignidad y su carácter relacional. A veces miramos a los otros como objetos, para usar y descartar. En realidad, este tipo de mirada ciega y fomenta una cultura del descarte individualista y agresiva, que transforma el ser humano en un bien de consumo».
La antítesis del individualismo es la entrega, la gratuidad, el sacrificio personal. El verdadero significado de nuestra imitación de Jesús lo encontramos en la Cruz: «La Cruz es pues la manifestación suprema del amor de Dios hacia toda persona humana y hacia la creación entera. En la Cruz, Cristo nos manifiesta que Dios es Amor: un amor compasivo y misericordioso, eternamente fiel a sí mismo y a sus creaturas». (De la carta de D. Casimiro López Llorente, Obispo de Segorbe-Castellón del 14-09-2019).
Es lo que Él hizo. Cuando te olvidas de tus intereses y das la vida por el otro, cuando ves unos padres que lo dan todo por sus hijos, cuando ves el amor de una madre que lleva en su seno a su hijo, y lo cuida hasta el cansancio, cuando ves a un misionero abandonar comodidades para dar la vida por su misión, cuando ves a los profesionales que pierden horas de sueño por cuidar a los enfermos, o a los ancianos… entonces descubres que hay esperanza, porque hay Amor.
Hemos recorrido un camino y queremos llegar a la meta: queremos ser parte de esa Nueva Humanidad. Si no queremos ser como cáscaras vacías, sin vida, como corazones de piedra, como muertos en vida, la Cruz es la respuesta, el Amor es la respuesta. «Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras; renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Efesios 4, 22-24).