Mantenerse en la brecha (I)

En nuestro último encuentro de este blog hablábamos de la muralla de Jerusalén, cambiando el término “construir” por el de “reconstruir”. Y hacíamos referencia al libro de Nehemías. En aquellos días, me emocionó especialmente leer en este libro el relato de la realización del trabajo: «Después de él, Baruc, hijo de Zabay, restauró otro tramo, desde el ángulo hasta la puerta de la casa del sumo sacerdote Eliasib. A continuación, Meremot, hijo de Urías, hijo de Hacós, restauró el tramo siguiente, desde la puerta de la casa de Eliasib hasta el extremo de la casa de Eliasib. Después de él trabajaron en la restauración los sacerdotes que habitaban en la llanura. Luego, Benjamín y Jasub trabajaron en la restauración frente a su casa. A continuación, Azarías, hijo de Maasías, hijo de Ananías, restauró el tramo junto a su casa» (Nehemías 3, 20-23). Esta descripción me mostró un pueblo unido, con una tarea común, cada familia en su brecha, en su tramo, codo con codo, como un solo pueblo.

La lectura de este fragmento, del que solo copio una parte como muestra, me trajo al recuerdo un fragmento del libro «Tres monjes rebeldes» de M. Raymond, que relata, con un formato de novela, la historia de los fundadores de la Orden del Císter.

En relación al primero de ellos, Roberto de Molesmes, transcribo unos fragmentos de la novela, donde relata su reflexión tras escuchar a su abad en la enseñanza de la mañana:

«”Busqué… un hombre… que se mantuviera en la brecha, delante de mí, en defensa de la tierra, para que yo no la destruyera; y no encontré ninguno” (Ezequiel 22, 30).

Estas palabras habían perseguido a Roberto toda la mañana. Le habían hecho imaginar el cuadro de una ciudad sitiada, con una enorme brecha en su muralla. Veía un solitario caballero, de pie, en medio de la abertura, como única defensa de todo el pueblo. Esa fantasía removía su sangre guerrera. Pero lo que había oprimido su corazón en el capítulo, y continuaba aun oprimiéndolo, era el dolorido lamento de la última frase: «…y no encontré ninguno»».

En conversación posterior con su Abad, este le hizo leer un pergamino:

 «Nuestro principal deber es continuar en la tierra lo que los ángeles hacen en el cielo».

Y después le explicaba:

«No has sido traído a este lugar para ser un ángel, hijo mío. Fuiste traído para dar a Dios algo que nadie en los nueve coros de ángeles, ni ninguno de los nueve coros, ni por cierto los nueve coros juntos, podrían dar. No fuiste traído para desempeñar trabajo angélico, ni tampoco trabajo humano, pero sí trabajo divino. No estás aquí para convertirte en otro Miguel, Gabriel o Rafael, hijo. ¡Estás aquí para ser otro Cristo! Estamos aquí para ser hombres crucificados; pues es a Cristo a quien debemos imitar. Él no solamente alababa y agradaba a Dios, sino que salvó a los hombres. Él era el Hombre que se mantuvo en la brecha, ¿no es así?»

Y Roberto concluyó:

«—Ahora veo que hay una vocación más alta que la de imitar a San Benito. Tengo que imitar a Jesucristo. Nosotros, los monjes, debemos mantenernos en la brecha como se mantuvo El».

Todo este texto, me hace reflexionar sobre el sentido de las palabras «reconstruir la muralla de Jerusalén». Nosotros también debemos estar en la brecha, en nuestro trozo de muralla, para ser Cristo. «Vivo, pero no soy yo el que vive, sino Cristo quien vive en mí» nos dice San Pablo en Gálatas 2, 20. Mantenernos en la brecha de la muralla es ser Cristo mismo.

En definitiva, podemos hablar horas y horas, escribir cientos de folios para explicar cómo construir o reconstruir un mundo de Paz; podemos disertar sobre el respeto a los demás, ser sinceros, ayudar a los débiles, ser solidarios con los que más lo necesitan, cuidar a nuestros mayores, respetar la vida. Podemos elaborar muchos discursos inspiradores sobre el respeto a la naturaleza, sobre respetar a los diferentes, sobre ser forjadores de buena convivencia. Pero, en realidad todo esto está contenido en una sola frase: seremos constructores o reconstructores de paz, cuando «seamos Cristo».

Pero, ¿cómo podemos ser Cristo?

¿Construir o reconstruir?

En la portada de nuestra página leemos: “Esta es nuestra contribución para construir una civilización de paz”. Pero dentro de la frase hemos dejado latir una idea clara: no estamos construyendo nada nuevo, sino reconstruyendo el proyecto de Dios.

Cuando hablamos de construir un mundo de Paz, nos olvidamos de muchos siglos de historia de la humanidad y, en concreto, de 21 siglos de historia de la Iglesia, en los que muchos han luchado y trabajado por construir ese Reino de Paz en el mundo. No somos pues los primeros que nos planteamos esa “construcción”; forma parte de nuestra historia.

La humanidad ha alternado de una manera cíclica, como en los tiempos del pueblo de Israel, épocas de acercamiento al Señor, con una fe firme, y otras de dar la espalda a Dios siguiendo otros dioses, otros objetivos. En nuestra vida personal pasa algo semejante; vivimos períodos de cercanía del Señor y, por razones diversas, nos alejamos de Él al experimentar un enfriamiento del corazón, lo que nos conduce a dejarnos arrastrar hacia una vida alejada de Dios.

Leyendo los libros de Esdras y Nehemías, podemos reflexionar sobre el verdadero sentido de la frase “construir un reino de paz y amor”. Al regreso de la deportación a Babilonia, Esdras y Nehemías son enviados a Jerusalén, para encargarse de la tarea de reconstruir las murallas de la ciudad santa. Con grandes esfuerzos y en medio de amenazas, trabajaron con dedicación; por familias se encargaban de la tarea de reparar un tramo de la muralla. Como dice el libro de Nehemías: «Así pues, construimos la muralla y la reparamos del todo hasta media altura, pues el pueblo tenía ganas de trabajar con gran empeño» (Nehemías 4, 6). «Así pues, la muralla se terminó el día veinticinco del mes de elul, después de cincuenta y dos días. Cuando se enteraron nuestros enemigos, el miedo se apoderó de todas las naciones vecinas y se sintieron humillados, porque comprendieron que esta obra había sido realizada con la ayuda de nuestro Dios» (Nehemías 6, 15-16).

Tras el desempeño de estos trabajos, llega el momento de la lectura del libro de la Ley de Dios. Llegado el momento «Esdras abrió el libro en presencia de todo el pueblo, de modo que toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las manos levantadas: «Amén, amén». Luego se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra». (Nehemías 8, 5-6) «Leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su sentido, de modo que entendieran la lectura. Entonces el gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a toda la asamblea: «Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis» (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley)». (Nehemías 8, 8-9)

Reflexionando sobre esta etapa de la Historia de Israel tras el destierro, vemos que no nos toca construir nuestra “Jerusalén”, sino reconstruir su muralla. Porque el mundo ha conocido tiempos de fe y esperanza; hemos podido contemplar una “Jerusalén” llena de belleza; y a nivel personal, hemos gozado de tiempos de experimentar la cercanía de Dios. Después, el enemigo ha destruido nuestras murallas, cuando hemos ido a adorar a otros dioses, dejando nuestra ciudad interior desprotegida, a merced de cualquier doctrina o ideología que llegara a nosotros, y eso nos ha llevado a vivir un tiempo como en una especie de “exilio”.

Pero hoy hemos recibido la invitación de Dios de aunar fuerzas, trabajar juntos, porque somos una familia, un equipo, y esto nos hace fuertes, poniendo piedra sobre piedra, mientras defendemos, como los israelitas, el interior de nuestra ciudad. La muralla que reconstruimos nos protege de nuestros enemigos y crea en el interior de nuestra ciudad un lugar acogedor donde vivir. También la Palabra de Dios nos debe de “hacer llorar”, porque nos muestra la Alianza de Dios con nosotros, su alianza de Amor, que nos lleva a reconocer ante Él nuestros pecados. Porque su Palabra nos habla de Amor, del Amor de Dios por el hombre.

Cuando contemplamos el mundo, hemos de descubrir lo que era antes del vacío de Dios, y luchar por reconstruirlo. No construimos desde cero. La esencia del Amor está grabada en el corazón de los hombres. Solo tenemos que dejarla fluir para que las lágrimas del arrepentimiento limpien las manchas de nuestro corazón.

En nuestro “tiempo de deportación” hemos experimentado el anhelo de Dios, el vacío de su Amor. Su Palabra hoy nos muestra el mensaje de misericordia de Dios, y nos lleva al arrepentimiento. Porque, ¿quién puede escuchar, experimentar que Dios le ama, y quedarse inmóvil sin desear dejarse abrazar por Él? Su Amor nos hace libres, nos transforma: nos empuja a emprender la tarea, como en tiempos de Nehemías, de reconstruir la muralla de nuestra Jerusalén, el Reino de Dios en nosotros y en el mundo.

Hacia la Tierra Prometida

15 de agosto de 2020

«El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres» (Sal 125, 3).

Hoy se cumplen 40 años del día en que el P. Alberto María, nuestro fundador, llegó a la ciudad de Alicante, y comenzó un camino, una nueva experiencia eclesial; para nosotros significa un lugar, una familia, una vocación concreta en la Iglesia.

Hoy se cumplen 40 años del momento en que, en aquella primera casa ubicada en la calle Torres Quevedo de la ciudad de Alicante, el P. Alberto María se arrodilló ante el Señor y le preguntó: «Señor, ¿qué quieres que haga?», y escuchó en su corazón estas palabras: «Tú ocúpate en «estar», que yo te enviaré a las personas a las que quiero que sirvas».

Estas palabras han iluminado todo nuestro camino, porque nos indican la actitud que debemos tener en nuestro servicio a Dios. «Ocúpate en estar»; sí, en Su presencia, de manera orante y confiada, con una esperanza activa; porque no esperamos «ociosos» a las personas a las que debemos de servir, sino en una espera orante, arrodillados ante el Señor, entregando nuestra vida cada día al servicio del Señor.

A lo largo de estos 40 años de historia ha habido experiencias de todos los colores; ha habido errores y aciertos; y ciertamente hemos aprendido más de los errores, hemos aprendido en el sufrimiento, en el fracaso, buscando siempre la voluntad de Dios; hemos gozado con los numerosos signos de la Providencia de Dios, de Su presencia en nuestras vidas. Signos que, como bien nos enseñó el Padre Alberto, debíamos guardar en nuestro corazón, como María, para los tiempos en que no fuera tan patente la presencia de Dios; también hemos experimentado el abrazo de la Iglesia en numerosas ocasiones, su cercanía y su cuidado.

Un número incontable de personas ha pasado por nuestros monasterios; unos han permanecido, otros han seguido su camino tras llevarse lo que el Señor tenía reservado entregarles en nuestras casas; y unos pocos han llegado ya a su destino definitivo, a los pies del Señor, en el Paraíso. Entre ellos naturalmente el P. Alberto María, el primer monje de la Paz, la persona que escuchó la llamada primera, y nos trasmitió una manera de vivir desde el amor de Dios. Su legado espiritual, “por el amor de Dios amad al Señor”, nos empuja a responder con amor al Amor.

 

Cruza el Jordán

Cumplimos 40 años de fundación, los mismos que duró el recorrido de Israel por el desierto; a la luz de la historia del Pueblo elegido descubrimos que el Señor también nos sacó de nuestro “Egipto” para liberarnos de nuestras esclavitudes, nos dio una Ley —una “regla de vida”— y nos ha conducido e instruido a lo largo del camino hasta las puertas de la “tierra prometida”. Y hoy, como a Josué, nos dice: «No te desvíes a derecha ni a izquierda, no tengas miedo ni te acobardes, que contigo está el Señor; pasaréis el Jordán, para ir a tomar posesión de la tierra que el Señor, vuestro Dios, os da en propiedad» (cfr. Josué 1).

Es como si nos dijera: “Al otro lado encontraréis ciudades que conquistar para el Reino de Dios, personas a las que mostrar el rostro del Señor, un mundo que no conoce a Dios; no os contaminéis con las “idolatrías” que el mundo os ofrece, sino edificad un templo en vuestro corazón, cada uno y en comunidad, para que los que no conocen el Nombre de Dios puedan ver la gloria del Señor y se arrodillen a sus pies”.

En este tiempo de increencia, de fomento del individualismo y el materialismo, el Señor nos alienta: “Os he formado para esto, para ofrecer a los hombres un pedazo de cielo donde reencontrarse con Dios, un rincón de paraíso que ayude a los hombres a mirar a Cristo, como modelo a imitar, y reencuentren así el sentido de sus vidas”.

 

Nuestro hoy es nuestro futuro

Durante este Año especial de acción de gracias, cada mes hemos orado por uno de los elementos fundamentales de nuestro carisma; cada elemento es como una pieza de un puzle que, hoy, y unidas por el amor de Dios, uniéndolas con su Amor, nos permite contemplar la obra completa como lo que es: un estilo propio de vida.

Mirando hoy el mundo que nos rodea, donde el ser humano ha perdido de vista su horizonte, donde el amor se desvirtúa, la esperanza se pierde, y la fe en Dios ha quedado sustituida por miles de “estatuas” sin vida, llega a mi corazón el convencimiento de que el Señor nos hizo nacer hace 40 años pensando en el día presente; nos ha conformado como una pequeña comunidad, una familia donde el Amor de Dios quede patente, visible, palpable; para dar Esperanza al hombre sin rumbo, y ayudar a la humanidad a reencontrar la Fe en Dios perdida, olvidada o no conocida.

Un año de acción de gracias termina, pero se abre ante nosotros un presente, una misión: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mateo 28, 19). Nosotros, con nuestra manera concreta de hacer vida la Palabra de Dios, debemos ser testigos de su Amor, para llevar a los hombres a la Fe, transmitiéndoles Esperanza en un mundo “con Dios”.

¿Un mundo sin Dios? ¡Como si eso fuera posible!

Ya sabemos todos que la sociedad en que vivimos nos alienta hacia el materialismo, la dispersión, el consumismo, se nos invita constantemente a la evasión para no afrontar nuestra realidad interior. ¡Un mundo sin Dios!

Nuestro cuerpo siente hambre, sed, cansancio, y si no damos respuesta a estas necesidades, nuestro cuerpo se deteriora, e incluso puede llegar a la muerte. También podemos saciar nuestra hambre o nuestra sed con sustitutivos incompletos; en vez de beber agua, tan necesaria para nuestro cuerpo, podemos pensar que son suficientes los refrescos, cervezas o similares; en vez de comida sana y variada, podemos llenar nuestro estómago con productos de baja calidad proteica, comida poco variada o comida “basura”; en vez de dormir lo necesario, podemos suplir nuestro descanso con energéticos. Parecerá que todo va bien de momento, pero con el tiempo nuestra salud irá deteriorándose sin darnos cuenta.

En nuestra parte espiritual pasa lo mismo. Tenemos necesidad de cuidar nuestro espíritu, de alimentarlo con la lectura de las Escrituras, Sacramentos, oración personal. Pero si apagamos nuestras necesidades espirituales con sustitutivos engañosos, puede parecer que llenamos este vacío, estas necesidades, pero la realidad es que nuestro espíritu se enfría y se aleja del «Dios Amor» que sí que puede llenarnos. Se nos seduce con ideas como: «tú eres el centro», «Dios te ha abandonado», «Jesús solo era un buen hombre fracasado», «la Iglesia está corrompida». Y se nos invita a pensar: «¿para que perder tiempo en lo que no podemos ver? ¡Vivamos el presente, disfrutemos de la vida!”

Es cierto, las realidades espirituales son invisibles a los ojos. No podemos verlas, como no vemos la electricidad ni las ondas telefónicas; no vemos el viento; no vemos a Dios. En realidad, solo percibimos una mínima parte de toda la realidad; vemos lo que queremos ver, o vemos «lo que nos dicen que debemos ver».

Pero la realidad es que somos libres para ver, libres para creer, libres para buscar la Verdad. Dios permanece a nuestro lado, esperándonos siempre. También es cierto que en ocasiones nos alejamos de nuestra realidad creada por Dios, y actuamos por “interés”: solo buscamos al Señor cuando nos interesa, cuando tenemos una necesidad.

  • ¿Tenemos alguien enfermo, o buscamos trabajo, o no me llega a fin de mes?: “¡Señor, ayúdame!”
  • ¿Nos acecha el Covid-19?: “¡Señor, protégeme!”
  • O como los apóstoles en la barca en medio de la tempestad: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

Y mientras suplicamos, mantenemos una vida de miedo y desconfianza encubiertos. Rezamos, pero, verdaderamente, no confiamos en Dios, aunque seguro que afirmamos rotundamente: “tengo fe».

Mientras le pedimos incansablemente en medio de nuestro miedo, resulta que Él está, ha estado todo este tiempo a nuestro lado, nunca se ha separado de nosotros. ¿Un mundo sin Dios? ¿Acaso podríamos alejarlo de nosotros? No, no es posible, porque Él no se va, somos nosotros los que no lo vemos, los que dejamos de orar, de confiar, de ponernos en sus manos; somos nosotros los que cerramos los canales de comunicación con Él, le «colgamos el teléfono». Haciendo uso de nuestra libertad, le cerramos la puerta.

Nuestro anhelo de Dios se apaga, y después nos preguntamos: “¿qué me pasa? ¿dónde está Dios justo en este momento cuando más lo necesito?”. Pregúntate mejor: ¿en qué quiebro del camino me olvidé de Él?

Muchos dicen que Dios no existe, y quieren vivir en un mundo sin Dios. Pienso que son bastante ingenuos. Dios existe, mejor dicho, Dios ES, independientemente de lo que creamos o pensemos; no vayamos a pensar que nosotros somos importantes a la hora de dilucidar sobre su existencia o no existencia. No pensemos que tenemos que darle permiso para SER. Él es quien nos ha creado a nosotros. Nuestra fe en Él no le hace existir; y nuestra increencia no le hace desaparecer.

Dios nos ha creado libres para amar, libres para creer. La manera que usemos esa libertad es lo que nos llevará a vivir una realidad diferente, confiados en Él, felices a su lado, como hijos amados de Dios, abrazados a Él, que nos amó primero. Seremos diferentes, viviremos diferentes.

¿Un mundo sin Dios? No es posible. ¿Una vida sin Dios? Puedes optar por ella. ¿Una vida con Dios? Nos permitirá vivir la vida sin miedo, en la plenitud del Amor, y nos guiará en esta tarea tan importante de construir un Reino de Paz en medio de este “mundo con Dios”.

¿Seguimos aprendiendo?

La vida en sí es un camino de aprendizaje. Aprendemos sobre nosotros mismos, sobre los demás, sobre la naturaleza, sobre Dios; y también aprendemos de los errores. Si nos negáramos a aprender seriamos necios tal como leemos en el Libro de los Proverbios: «El necio piensa que es recto su camino, el hombre sabio escucha los consejos» (Pro 12:15).

Necio es el que se cierra a aprender, quien cierra sus ojos a la vida, necio es quien se cree poseedor de la única verdad; necio es el que se conforma con malvivir con unos «pocos conocimientos» a los que da el valor de «verdad absoluta», y los maneja como si fuera el cúmulo de toda la sabiduría.

Por eso es importante tener la mente abierta para aprender cosas nuevas, y reconocer nuestra ignorancia; hemos de mirar hacia el horizonte de todo lo que nos queda por aprender, de todo lo que nos queda por vivir, porque aprender es vivir, es crecer, es, en definitiva, construir un mundo de Paz.

En estas últimas semanas, nos hemos visto obligados a permanecer en nuestras residencias, a no salir a la calle si no había una circunstancia especial. No ha resultado nada fácil. Ha supuesto un cambio profundo de rutina, de adaptación a unas nuevas circunstancias.

Síndrome de la cabaña.

Ha llegado a mis oídos recientemente el término «síndrome de la cabaña», como algo que hoy está de actualidad. No voy a hablar yo de algo en lo que no soy experto, pero me ha parecido interesante reseñarlo, porque puede ayudarnos a identificar la razón de algunos de nuestros comportamientos, ya que es un fenómeno que pueden padecer personas que han estado en una situación prolongada de aislamiento social.

Hablamos del “síndrome de la cabaña” cuando experimentamos ese miedo a salir a la calle, miedo a contactar con otras personas fuera de las paredes de nuestra casa, temor a realizar actividades que antes eran cotidianas como trabajar fuera de casa, utilizar medios de transporte público, relacionarnos con otras personas conocidas. No se trata de un trastorno psicológico, sino la consecuencia natural, tras un tiempo largo de confinamiento. Nos hemos adaptado a una situación especial, con un claro esfuerzo, y ahora hemos de retomar la vida de antes, abandonando el confort y tranquilidad de nuestro entorno seguro.

Según he leído en distintos medios, no hay unanimidad sobre los síntomas exactos, pero, he visto referencias a: sensación de insatisfacción en el hogar, desasosiego, aburrimiento, irritabilidad y necesidad de romper la rutina, sentirse enjaulado, depresión, soledad, impaciencia, y frustración. Se describe una situación que, a la larga, nos desgasta, pero a la que nos adaptamos, de manera que, a la hora de abandonar el aislamiento cuesta salir del estado de confort y protección.

No sigo redundando sobre el tema; si alguien está interesado en aprender más, puede buscar en Internet la expresión «síndrome de la cabaña».

Cada persona reacciona de manera distinta a todo esto; las circunstancias serán muy diversas en cada hogar. Solo pretendo aportar puntos de reflexión, que nos ayuden a «seguir aprendiendo».

Al margen de todo esto, y buscando responder a la pregunta ¿qué hemos aprendido?, podríamos decir que hemos aprendido a valorar el hogar donde vivimos. En nuestra casa podemos encontrar: hogar, refugio, hospital, consuelo, alimento, descanso, ocio, amor. Es el lugar donde reponemos nuestras fuerzas en el calor del amor familiar, cuando, al caer la tarde, regresamos a nuestro hogar tras una jornada en la que hemos tenido que lidiar con el mundo. En él encontramos el botiquín para sanar las heridas del corazón, el lugar donde ser nosotros mismos, donde poder sentarnos y descansar nuestra mente y nuestro cuerpo, en la armonía y la paz; y, a nivel del cuidado de los hijos, es el «invernadero» donde crecen, como los alimentos, «buenos y saludables», sin sufrir las inclemencias del mundo exterior, recibiendo de los «agricultores», el abono y el agua para fortalecer su crecimiento.

Pero, ¿es así nuestro hogar?

Toda persona necesita ese lugar de reposo y de descanso. Si no lo encontramos en nuestra casa, tenderemos a buscarlo fuera, en lugares de evasión y huida, quizá rodeados de otras personas en una situación semejante a la nuestra. Si no encontramos ese lugar de reposo, nuestra mente, nuestra vida puede llegar a romperse, como cuando forzamos excesivamente una máquina, un motor, o una tabla de madera: al final se rompe. Por eso, desde un punto de vista fisiológico, nuestro cuerpo necesita el descanso, y, desde el espiritual, nuestra alma el reposo en el amor. El hogar es nuestro lugar de referencia.

Si, por el contrario, temo regresar a mi casa porque vivo enfrentado con quien convivo, si retraso mi regreso con cualquier excusa, y estoy más a gusto con los amigos de fuera, entonces «mi hogar no es mi hogar». Y, como decía antes, esto es solo una reflexión, para ayudarnos a «preguntarnos y aprender»; cada persona tiene sus circunstancias particulares con las que tiene que enfrentarse cada día.

En el panorama actual de la sociedad, encontramos dos situaciones contrarias:  la necesidad de salir de casa tras este tiempo de aislamiento, y el miedo a exponernos al mundo exterior, como describíamos antes en el «síndrome de la cabaña». Esto no debe confundirnos. Ni la necesidad de salir implica que no estemos a gusto en casa, ni el miedo a salir nos puede llevar a la conclusión de que nuestro hogar es un paraíso. Lo único que podemos destacar, es que, en situaciones límite como la que hemos vivido, puede potenciarse, para bien o para mal, la realidad de la naturaleza de nuestras relaciones familiares.

Si deseamos que nuestra casa sea un verdadero hogar, si queremos construir un lugar de paz donde morar, si anhelamos que el amor reine entre las personas con las que convivimos, no podemos permanecer ociosos. Al igual que las casas no se construyen solas, sino que necesitan personas cualificadas en la realización de un proyecto, unos cimientos, unas paredes, y un techo, nuestro hogar necesita también de nuestra colaboración en buscar el mejor «proyecto de vida», edificar sobre unos cimientos sólidos basados en la verdad y los valores, en el respeto, la sinceridad, la concordia, la capacidad de escuchar y de servir; construir unos muros sólidos y un techo que nos proteja.

Para edificar lazos de amor entre las personas que forjan un hogar, hemos de tener voluntad de dejarnos moldear por el Alfarero, como dice el libro de Isaías: «Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero: todos somos obra de tu mano». (Isaías 64, 8)

Si no queremos que nuestra casa sea un lugar donde brille la «espada» de la confrontación física o verbal, sino mas bien, que siempre portemos instrumentos de paz, hemos de poner nuestro «hierro» en la fragua del Herrero. Dice el libro de Isaías: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas». (Isaías 2, 4).

¿Cómo es posible esto que nos anuncia Isaías? Para forjar un arado partiendo de una espada, es necesario que pongamos nuestra «arma» en la fragua, en el calor del amor, porque solo el amor puede hacer dúctil nuestra vida, solo inmersos en el Amor de Dios seremos capaces de cambiar, de transformar nuestra vida en una bendición; solo en la fragua del Amor de Dios, podremos dejarnos moldear por el martillo; pueden dolernos los golpes; es cierto; pero,  solo de esta manera, nuestro ser, nuestro carácter, nuestras virtudes y defectos, podrán ser transformados según el proyecto de Dios, que es Cristo, como dice San Pablo:  «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo». (1 Corintios 11, 1)

¿Os atrevéis? ¡Vamos! ¡Adelante! Vale la pena.

¿Qué hemos aprendido?

A lo largo de nuestro diario vivir, se nos presentan múltiples ocasiones para aprender cosas nuevas; son experiencias distintas, cambios de rumbo, ocasiones quizá traumáticas o, al contrario, que han generado en nosotros un beneficio. De todo podemos aprender; mejor todavía: de toda experiencia «debemos» aprender.

Es bueno, por tanto, cuestionarnos sobre lo vivido, valorar estas experiencias, para que nos sirvan para nuestro futuro, para no caer en los mismos errores en situaciones semejantes, y enfrentar con más seguridad los contratiempos. Porque, ciertamente, se aprende más de los errores que de los aciertos.

Al finalizar la jornada diaria, tenemos la ocasión de hacer un examen de conciencia de lo vivido, no para vanagloriarnos en lo bien que hemos hecho las cosas, sino precisamente para revisar dónde hemos fallado, y proponernos para el día siguiente iniciativas para mejorar, para actuar de manera más correcta. No es el momento, al caer la noche, de hacer revisión de «toda nuestra vida», sino solo de la jornada vivida, porque si viviéramos constantemente en un auto análisis, buscando el sentido de nuestra existencia, esto supondría para nosotros un “no-vivir”, anclados en la pregunta constante «Señor, ¿qué quieres de mi?», mientras permanecemos en la comodidad de un «presente sin cambios».

En definitiva, cada suceso de nuestra vida, nos da la oportunidad de revisar lo aprendido. Y en este tiempo de confinamiento, hemos de preguntarnos también,

¿qué hemos aprendido?

Podemos responder:

  • hemos aprendido a “aplaudir”, a valorar el trabajo de los demás,
  • conocemos un montón de series de la televisión, y estamos al tanto de toda la información de las noticias,
  • hemos aprendido un curso online que tanto tiempo deseábamos cursar,
  • somos capaces de utilizar las nuevas tecnologías para comunicarnos,
  • conocemos la cantidad de baldosas de nuestro pasillo, los muelles de nuestro sillón preferido y las imperfecciones de la pintura de la pared del salón.

O podemos ser un poco más profundos:

  • las personas con las que convivo son muy buenas, o son absolutamente insoportables,
  • estoy muy a gusto en mi casa, o ya no soporto más vivir confinado,
  • hay mucha solidaridad en mi barrio, o cada uno hace lo que quiere, sale cuando quiere y se ha saltado la cuarentena cuando le ha dado la gana,
  • he tenido tiempo de rezar en familia, y de valorar los sacramentos, o veo a Dios como un ser lejano que no nos ha cuidado en este tiempo de sufrimiento.

Bien, cada uno desde su perspectiva puede responder, pero estas respuestas “genéricas” no me dan la posibilidad de cambiar, de ser diferente, de ser mejor. Quizá hemos enfocado mal la pregunta. Vamos a re-definirla:

¿qué he aprendido sobre mí mismo?.

Afrontando el primero de los puntos, cuando pienso en la persona con la que convivo, puedo pensar que es buena, y todo va bien, o puedo considerarla absolutamente insoportable, juzgar lo que hace y pedir explicaciones por su actitud hacia mi.

Un tiempo prolongado de convivencia tan intensa puede llevarnos a extremos dramáticos (en algún titular se habla del aumento de divorcios en el tiempo de confinamiento), o puede ayudarnos a conocernos más, a amarnos más, a fortalecer nuestras relaciones. El secreto radica en la pregunta que nos estamos haciendo; cuando se genera un conflicto de relación no podemos preguntarnos «qué tiene que cambiar esta persona para que yo la acepte», sino «¿qué he de cambiar en mí?», ¿qué hay en mí que está haciéndome imposible llevar una relación sana?

Es frecuente que busque en el otro la razón de una mala convivencia: «me mira mal, me responde mal, no me trata como merezco, me ignora, me molesta su voz, siempre me está organizando la vida, me manda, me maltrata, no tiene en cuenta mis gustos, no cocina a mi gusto, cambia el canal de la televisión sin preguntarme». La culpa “siempre es de los otros”.

Si quiero responder correctamente a la pregunta «qué he aprendido de mis mismo para entender la razón de mis problemas de convivencia», no puedo responder echando las culpas a los demás, sino asumiendo mi responsabilidad, meditando sobre mis actitudes, mi capacidad de cambiar, de perdonar, de valorar, de comprender y aceptar a los demás como son, mi capacidad de renunciar a mi mismo por el otro, de morir a mi mismo, como hizo Jesús, por la felicidad de mis semejantes. He de asumir el reto de cambiar mi comportamiento, mi manera de proceder; para eso se aprende, para corregir nuestros errores.

Si en este tiempo he visto que las personas con las que convivo son buenas, no es porque hayan mejorado ellas, sino porque «he aprendido» a valorarlas, a perdonarlas, a ver lo bueno que hay en ellas.

Todavía estamos a tiempo. Preguntémonos sobre lo que estamos dispuestos a hacer, a renunciar. Preguntémonos sobre lo que hemos aprendido sobre nosotros mismos, nuestras debilidades y deficiencias. Y afrontemos nuestro futuro… mejor, nuestro «día a día» con Esperanza, con Fe, y sobre todo, con mucho Amor.

Seguimos.

El camino es el amor

El estribillo del himno de la Jornada Mundial de la Juventud de Buenos Aires 1987 dice así: «Un nuevo Sol se levanta sobre la nueva civilización que nace hoy. Una cadena más fuerte que el odio y que la muerte. Lo sabemos: el camino es el amor» (JMJ Buenos Aires, 1987).

Hay veces que podemos caminar sin rumbo, como perdidos, y cuando llegamos a un obstáculo pensamos que hay que cambiar de dirección; y cambiamos hasta la siguiente «pared»; caminamos allá donde nos dirigen nuestros pies, dentro de un laberinto sin salida, porque los obstáculos nos parecen insalvables.

En este camino sin rumbo, encontramos personas a las que amamos, y otras a las que rechazamos, y pensamos que actuamos “libremente” cuando elegimos odiarlas. También encontramos situaciones, tareas, ocasiones de ayudar a otros, ocasiones de juzgar lo que nos rodea. Y a veces enfrentamos estas realidades de manera positiva, y en otras reaccionamos de manera incontrolada generando discordia, insulto, enfados, discusiones, que nos dañan por dentro, porque dejan un residuo de amargura en nuestro espíritu. Cuando volvemos a un estado de serenidad, a veces recordamos nuestras “salidas de tono”, y nos parece inaudito lo que hemos logrado decir o hacer.

En este tiempo de crisis hemos podido ser testigos de grandes muestras de solidaridad, unidad y apoyo, que ciertamente contagian y dan esperanza. ¿Quién ha visto una buena acción o muestra de solidaridad y no ha sentido emoción y alegría?

Pero también hemos visto situaciones de agresividad verbal, violencia, abandono, hostigamiento, que contrastan profundamente con las situaciones anteriores, y crean ansiedad dolor y tristeza. Una persona que es ejemplo de paz y concordia puede sorprendernos, por ejemplo, con una dolorosa “creatividad” lingüística mientras conduce su coche, con una agresividad inusitada. Y nos preguntamos: ¿por qué podemos llegar a actuar de maneras tan diferentes, tan opuestas?

El camino es el amor

Dice el libro del Génesis: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1, 27). Y como «Dios es amor» (1 Jn 4,8), se concluye que, en nuestra naturaleza radica, vive el Amor. No un amor puntual, de hacer obras de caridad o limosnas, no un amor egoísta (en el fondo eso no es amor, es egoísmo). El único y verdadero amor que es real es el que Jesús nos mostró con su vida. El nos mostró al Padre: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Juan 14, 9). Y con su entrega en la cruz nos dejó el ejemplo del verdadero sentido del Amor. Un amor que perdona, que se entrega, un amor que se da a sí mismo, que muere por el otro.

El camino del amor debe de llevarnos a:

    • Cuidar, proteger, escuchar a nuestros semejantes.
    • Caminar al lado de ellos, velando su camino.
    • Respetar a nuestros mayores, hijos, padres, hermanos, vecinos, amigos.
    • No dejar que otros te digan a quien hay que insultar odiar, o criticar.
    • Ser consciente de que construimos juntos un mundo mejor.
    • Amar, que es morir por el otro.
    • No buscar mi propio placer y comodidad.
    • Reconocer que somos falibles, reconocer nuestros errores con humildad.
    • Amar, que es también cuidarme y dejar que me cuiden.

San Pablo lo explica muy bien escribiendo a los Corintios: «El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca» (1 Corintios 13, 4-8).

Si nuestra naturaleza es el amor, y tenemos claro qué es el amor, ¿por qué actuamos de manera tan diversa y contradictoria?

Podemos pensar que somos víctimas de nuestras propias heridas, que nos llevan a mirar a los otros como enemigos, contrincantes, porque nos recuerdan a alguien que nos ha hecho daño: “Me cuesta amarle porque veo reflejado en él toda mi amargura y mi dolor”.

También podemos atribuir la causa a la manipulación a la que estamos sometidos, manipulación de las ideas, de las opiniones: “El sistema marca cómo debo de reaccionar, qué he de pensar u opinar”.

Por otra parte, la razón puede deberse a nuestra propia indeterminación, porque no tenemos una fe y una esperanza determinadas, sólidas; cambiamos del amor al odio según las circunstancias. Y si vemos a alguien que grita e insulta, nos contagiamos y gritamos sin saber la razón. Como cuando vemos a una persona en la calle mirando en una dirección, y vemos que se van juntando personas que miran en la misma dirección, y al final, nosotros mismos también miramos sin saber qué miramos. Eso se llama «contagio de masas».

Para recuperar en nosotros la imagen de Dios, el Amor, necesitamos profundizar en el conocimiento de nosotros mismos, para vencer esas heridas que tanto influyen en nuestro comportamiento; necesitamos saber quiénes somos, cuál es nuestra fe, hacia dónde vamos, cuál es la meta a la que queremos llegar en el «camino de la vida». Cuando afrontamos nuestra vida desde una fe sólida, y tenemos por delante una ruta, una esperanza que vale la pena, encontraremos en Dios y en su Amor nuestro mejor camino, porque el amor verdadero es una opción que va a permitirnos llevar una vida plena y feliz, sin esas variaciones amor-odio que tanto nos destrozan por dentro.

Cuando Jesús quiere encomendar a Pedro el cuidado de la Iglesia, le pregunta por tres veces: Pedro, ¿me amas?, y desde la respuesta de amor, le encarga pastorear, cuidar y proteger. Porque le amamos le servimos, porque le amamos nos encarga ser sus manos para amar a los otros. Y en razón de nuestro amor por Él, confía en nosotros la tarea de amarlo en el otro.

Una sociedad donde las ideas nos separan o quieren separarnos, el amor y la entrega nos une. Es cierto que hay muchas costumbres viciadas en la sociedad, que dañan nuestras relaciones; la palabra «viciadas» viene de «vicio», es decir, mala costumbre; pero las malas costumbres pueden cambiarse; ¿cómo? con una buena costumbre.

Para ello hemos de contemplar la vida de Jesús, así descubrimos muchas expresiones de ese amor que nos deja como legado: cuando cura a los enfermos, perdona a los pecadores, alimenta al hambriento, consuela al triste, acoge y conversa con aquel que es distinto, ama a los que le injurian, perdona a los que le hacen mal, ama incluso al que lo entrega.

Por nuestras obras nos “conocerán”. No en vano, en el camino de Emaús, parte el pan con los discípulos en la posada, y es en ese preciso momento cuando le “reconocen”. No basta con decir que amamos, porque nuestras palabras pueden estar vacías. El camino es el amor, y si nuestra fe y nuestra esperanza están fundados en Dios, nuestros actos serán el reflejo del Amor de Dios, que cambió, cambia y cambiará la faz de la tierra, transformando los corazones de los hombres en imagen de Dios-Amor.

«En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor» (1 Co 13, 13).

Las “mil” palabras que viven en la imagen

Esta semana nos hemos detenido un instante a “conversar” con nuestro propio logo, a escuchar brevemente las “mil” palabras que contiene.

«Una imagen vale más que mil palabras» es un adagio en varios idiomas​ que afirma que una sola imagen fija (o cualquier tipo de representación visual) puede transmitir ideas complejas​ (y a veces, múltiples) o un significado o la esencia de algo de manera más efectiva que una mera descripción verbal.

Se atribuye al dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen: «Mil palabras no dejan la misma impresión profunda que una sola acción».

El uso moderno de la frase generalmente se atribuye a Fred R. Barnard. Barnard escribió esta frase en la revista comercial de publicidad Printers ‘Ink, promoviendo el uso de imágenes en anuncios que aparecían en los costados de los tranvías.​ La edición del 8 de diciembre de 1921 lleva un anuncio titulado «Una mirada vale más que mil palabras».

A pesar de este origen moderno de la frase popular, el sentimiento ha sido expresado por autores anteriores. Por ejemplo, Leonardo da Vinci escribió que un poeta sería «vencido por el sueño y el hambre antes de [poder] describir con palabras lo que un pintor puede [representar] en un instante».

Queríamos tocar de forma escueta las raíces de esta popular expresión (con información de Wikipedia), para añadirle humildemente nuestra propia experiencia. Y es muy sencilla: la imagen y las “mil” palabras pueden convivir perfectamente, y ayudarse mutuamente a comunicar su único mensaje.

Hace poco estrenábamos el “logo” de nuestro proyecto evangelizador «Ciudad de la Paz». Es momento de mirarlo con detención para descubrir juntos la información que contiene y destila. De las “mil” palabras, algunas son semillas de la imagen, están en su génesis; otras son fruto de contemplarla con calma después de diseñada. Pero unas y otras responden a nuestro empeño por comunicar paz, la Paz del Señor, de la que nos gozamos en ser servidores. Vamos allá:

«Ciudad de la Paz» es es, a la vez, un lugar físico y un camino espiritual.

En medio del mundo, en concreto en medio de la ciudad, representada por los edificios agrupados en círculo, el lugar físico de «Ciudad de la Paz» está formado por nuestros monasterios y por los hogares de los colaboradores —ya sean hermanos laicos o amigos de la comunidad— que ofrecen al Señor su tiempo y corazón para la evangelización a través de los medios. He ahí la semilla. El fruto, al mirar por segunda vez la imagen que hemos elaborado, es reconocer esos hogares en las casas “bajitas” rojas y azules.

Trabajamos en equipo, “en Iglesia”, con un sentido netamente monástico de la colegialidad: por una parte, discernimos el “día a día” en equipo; y, por otra, cada uno de nosotros está presente en la labor de los demás, orando por el trabajo o trabajando asistidos por la oración de los otros. Por eso los edificios están juntos.

El nombre, inserto en la “señal de tráfico”, expresa a la vez llegada y camino. Dicho en términos digitales, «Ciudad de la Paz» es ya una realidad, pero que está “en construcción” como el propio blog en el que estamos reunidos en este momento. Su realidad es estar, precisamente, en construcción, en maduración constante. Así es la vida del cristiano.

El signo indicador de autopista en medio de la señal sugiere en segunda lectura un puente, que une la ciudad con la Paz. Tal es la vocación de nuestros monasterios y hogares: un lugar apacible para el peregrino que se asoma presencial o digitalmente a nuestra puerta.

Los auriculares y el micrófono están “involucrados” en el nombre, sobre todo en la “C” de Ciudad, porque forman parte de la misión de «Ciudad de la Paz». En concreto hacen presentes las palabras de Santo Domingo de Guzmán, uno de nuestros santos intercesores: “Contemplad a Dios, y lo contemplado llevadlo a los hombres”. En nuestro caso, los cascos auriculares representan la oración, que nos permite escuchar a Aquel a quien contemplamos, y comunicar Su Palabra a través de los medios. Por eso ambos elementos —auriculares y micrófono— aparecen conectados entre sí. Ambos son blancos, porque nuestra labor está convocada y asistida por el Espíritu en la misión de anunciar a Cristo resucitado. Es el color de nuestras cogullas monásticas. Es el color de la Pascua.

El centro de gravedad de toda la imagen es el Espíritu Santo —en forma de paloma blanca—, que sostiene con nosotros la ramita de olivo que parece emerger del micrófono. En realidad la obra es de Dios, Él es el autor de la Paz. Él ha plantado el olivo en nuestros corazones, equipos técnicos, audios y vídeos.

El Señor cuida de Su pequeña comunidad y sostiene la voz de Sus pequeños servidores de la Paz.

Una esperanza activa

Hablábamos hace unos días sobre la fe, la importancia de conocer quiénes somos, en qué creemos, cuál es nuestro cimiento. Me resulta curioso ver a personas que presumen de tener mucha fe en Dios, con una vida recta, centrada, pero que sucumben a la duda y a la tristeza en momentos de prueba. Como decíamos en nuestro articulo anterior, «es muy importante ser consciente de nuestra fe, porque, nuestra fe es de donde partimos, lo que somos; nuestra esperanza es a dónde vamos, es el lugar a donde nuestro corazón quiere ir, y siguiendo con las virtudes teologales, la caridad es el camino que recorremos». Siguiendo con ese razonamiento, descubrimos que la fe y la esperanza están íntimamente entrelazadas; una fe firme, que identifica lo que yo soy, me lleva a caminar hacia una meta, hacia un horizonte que sé que va a llenar mi corazón.

Imaginemos que estamos esperando una visita importante, quizá un familiar al que hace tiempo que no vemos porque estaba en una misión en el extranjero, y va a quedarse a vivir con nosotros; en breve va a llamar a la puerta de nuestra casa; estamos pues «esperando». Seguro que ocuparíamos nuestro tiempo preparando la casa, cocinando un banquete, ordenando su habitación, preparando un hueco en el armario para la ropa que traiga; sería una espera activa. Lo que estaría fuera de lugar es que nos sentáramos simplemente a esperar (espera pasiva), o incluso que pusiéramos la música fuerte para no oír el timbre de la puerta, o que cerráramos la puerta con cadenas (cerrarse a la esperanza).

Y podemos preguntarnos, ¿con cuál de estas opciones nos identificamos?

Si nuestra esperanza es pasiva nos pasaría como a muchos, que dejan venir los acontecimientos, porque no los pueden evitar, y catalogan como la “voluntad” de Dios todo lo que les pasa.

    • Estás en la playa, y viene un Tsunami, y te quedas parado esperando la ola gigante, porque es “voluntad” de Dios que te arrolle.
    • No he pagado el recibo de la luz y me cortan el suministro, porque era “voluntad” de Dios quedarme sin luz como castigo por mi negligencia.
    • No he podido llegar a tiempo a la Celebración de la Eucaristía porque me he levantado tarde, y era “voluntad” de Dios que hoy me privara de ella.

Sí, en vez de asumir nuestra inacción y derrotismo, nos rendimos y le echamos la culpa a Dios, indirectamente, pensando que nuestro fracaso era su voluntad.

Otras veces, en vez de vivir en la esperanza, nosotros mismos cerramos la puerta a la acción de Dios en nuestra vida, porque nos aferramos a nuestros criterios, imposibilidades, debilidades, incapacidades. Nos aferramos a nuestras heridas, porque, extrañamente, nos dan seguridad; preferimos la «seguridad» del mal que conocemos, a la inseguridad de vivir nuestro reto de la libertad, porque eso va a suponer un esfuerzo continuo; preferimos rendirnos sin presentar batalla, porque no sabemos dónde nos va a llevar; eso no es vivir en esperanza.

Pero lo cierto es que Dios cuenta con cada uno de nosotros para salvarnos: necesita de ti, que abras las puertas a la vida, a la libertad.

Hace muchos años alguien me dijo que «solo se puede tener esperanza cuando se tiene tentación de desesperar». Es una frase que me impactó en su día, y que me permite levantar el ánimo en los momentos más oscuros. Y es en momentos como los que vivimos, cuando las noticias nos bombardean por todos lados, y ya no sabes ni qué creer, qué esperar, cuando hemos de hacer vida esta frase y recordar cuál es nuestra esperanza.

Cuando vas a emprender un viaje en tren, lo normal es que prepares tu equipaje, que acudas al andén para subir a tu vagón, y que busques tu asiento asignado. En la vida, que es un viaje hacia Dios, por la fe sabemos cuál es nuestra meta, y la esperanza nos lleva a prepararnos convenientemente, salir de nuestra inmovilidad, y asumir riesgos, buscar nuestro lugar en el equilibrio de la humanidad.

La ola del Tsunami va a venir de igual modo, pero puedo correr buscando un lugar seguro donde protegerme, puedo buscar alternativas para resolver mis negligencias, y puedo buscar corregir mis costumbres defectuosas que siempre me llevaran a caer en el error.

Una esperanza activa.

Leemos en la carta a los Hebreos: «Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa» (Heb 10, 23).

Esperar no es hacer como el balón de fútbol, que está quieto esperando una pierna que lo impulse, o querer llegar a la meta de una carrera esperando que me lleven en brazos, o querer aprobar un examen sin estudiar, confiando en nuestras oraciones piadosas.

Esperar es abrir nuestro corazón a la acción de Dios en nosotros: «Pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Isaías 40, 31). Cuando esperas en Él, te abres a su acción en ti, y sabes que Él te cuida.

Esperar es, hablando del Credo, confesar mis pecados y afrontar con alegría el «después», porque creo en el perdón de los pecados, y creo que Él también perdona los míos. Porque «creo», acudo con esa fe al sacerdote, que me perdona en nombre de Jesucristo.

Esperar es ser responsables de nuestra tarea, lo que nos toca. Si estamos enfermos, hemos de confiar en Dios, pero también ser obedientes al tratamiento que el médico nos ha prescrito. Si somos descuidados e irresponsables, entonces no podemos decir que estamos esperando en el Señor.

Esperar es cuidar activamente el mundo que nos rodea, porque es obra de Dios. Dice el Credo: «Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra».

Esperar es, en definitiva, poner todo nuestro empeño, nuestro deseo y voluntad en la tarea diaria de hacer realidad en nosotros el Reino de Dios.

La esperanza activa no es solo anhelo humano; es sobre todo llamada de Dios, una Palabra de Dios pronunciada por muchas voces en comunión. Ponemos la nuestra, nuestra pequeña voz, bajo la sobra de una voz mucho más sabia: «Así nos hacemos capaces de la gran esperanza y nos convertimos en ministros de la esperanza para los demás: la esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza para los demás. Y es esperanza activa, con la cual luchamos para que las cosas no acaben en un “final perverso”. Es también esperanza activa en el sentido de que mantenemos el mundo abierto a Dios. Sólo así permanece también como esperanza verdaderamente humana» (Carta encíclica Spe salvi, n 34, de Benedicto XVI).

Y desde la Palabra, una de las “mil” ocasiones en que Dios nos habla de esperanza:

«Así pues, habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado». (Romanos 5, 1-5)

¿Cuál es nuestra fe?

Dice la primera carta de San Pedro que fuimos liberados por la Sangre de Cristo, y «que, por medio de él, creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, de manera que vuestra fe y vuestra esperanza estén puestas en Dios». (1 Pe 1, 21).

En la construcción de un mundo de paz, hemos de saber dónde está puesto nuestro cimiento, dónde hemos puesto nuestra fe y nuestra esperanza. En teoría, la respuesta a esta pregunta nos lleva a Dios; y en los momentos de dificultad, volvemos nuestra mirada a Dios buscando ayuda; y , cuando pasa la dificultad, volvemos a cerrar las puertas de nuestro «oratorio particular», hasta el momento en que «volvamos a necesitar a Dios«.

También puede pasarnos como a los discípulos de Emaús, que nuestra fe y nuestra esperanza sea errónea, y nos sintamos defraudados, decepcionados por la inacción de Dios ante nuestros sufrimientos. Ellos esperaban un libertador del poder romano; nosotros a un Dios que solucione nuestros problemas. Y así, según es nuestra fe, así es nuestra perspectiva de su acción en la vida de los hombres:

  • Quizá creemos que hay un Dios lejano que no se ocupa del sufrimiento de los hombres. Y le reclamamos: «¿por qué hay hambre en el mundo?, ¿por qué hay pobres?. Lo vemos lejano, ajeno a nuestra vida.
  • O pensamos nos castiga con enfermedades, pandemias, guerras, hambre, nos castiga por nuestros pecados; y preguntamos: ¿por qué nos castigas y nuestros enemigos viven sin estos sufrimientos?. Lo vemos como un Dios vengativo y cruel.
  • O no somos capaces de verlo como Padre, porque en nuestro corazón, y por las heridas de nuestro pasado, la paternidad significa violencia y opresión, porque esto es  lo que hemos vivido nosotros.
  • O creemos en un Dios «mayordomo», a quien le pido y me da, porque está sometido a nuestros caprichos y deseos.
  • O vemos a Jesús como un colega, amigo de ocasiones, que tiene respuestas para todas mis necesidades.
  • O malinterpretamos las escrituras y decimos que Jesús era violento por azotar a los cambistas en el Templo.
  • O decimos que no creemos en la Iglesia, porque es muy pecadora. «Creo en Dios pero no en los curas«
  • O proclamamos en el Credo «creo en el perdón de los pecados», y después pensamos que Dios no puede perdonar los míos.

Y nos preguntamos: ¿en qué creemos realmente? ¿cómo es el Dios en quien decimos creer? 

Es muy importante ser consciente de nuestra fe, porque, nuestra fe es de dónde partimos, lo que somos; nuestra esperanza es a dónde vamos, es el lugar a donde nuestro corazón quiere ir, y siguiendo con las virtudes teologales, la caridad es el camino que recorremos.

Nuestra fe

Ante todo hemos de reconocer que la existencia de Dios no depende de lo que nosotros creamos o dejemos de creer; no hemos de darle permiso para existir. Nuestra creencia influirá directamente en el alcance de nuestra relación con El, en nuestra intimidad o lejanía, en reconocer en Él el fundamento de nuestros valores morales y humanos, o considerarlo como alguien inventado por los creyentes para tener un asidero en los momentos de conflicto.

Si Dios defrauda nuestra expectativas es porque nuestra fe no está fundada en el Credo que los Apóstoles nos han transmitido a través de la iglesia. Nos pasa como a los discípulos de Emaús, que caminaban en desesperanza, que no habían entendido todavía el mensaje de Jesús, que no sabían qué es lo que podía pasar, y contemplaron los acontecimientos de esos días desde una perspectiva incompleta; Jesús había muerto y no creyeron lo que otros les decían, porque no esperaban que Jesús pudiera resucitar de entre los muertos.

Fue necesario que Jesús les abriera el entendimiento con las Escrituras, para conocer: «Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras». (Lucas 24, 27).

Y así nosotros también necesitamos formarnos en la fe, formarnos en nuestras creencias, conocer la fe que profesamos, para que en ningún momento pueda soplar un viento de doctrinas adversas que nos mueva del lugar donde queremos estar; una fe firme, una fe fundada en Jesús, tal como profesamos cada domingo en el Credo; necesitamos que nuestras palabras sean sinceras, y que lo que pronuncian nuestros labios lo crea nuestro corazón.

Eso nos mantendrá firmes en la fe, por encima de cualquier mensaje que quiera hacernos perder la esperanza. Y reconoceremos la voz del Pastor por encima del susurro de los lobos que quieren alejarnos de la fe que la Iglesia nos ha transmitido. Si nuestra fe está cimentada en la Palabra, si la fe que profesamos está cimentada en aquello que la Iglesia nos enseña, nada podrá tambalearnos. Buscaremos la vida eterna, el gozo de vivir en la presencia del Señor en todo momento. Y así viviremos en la Esperanza, tal como Dios quiere.

Si tenemos fe, la adversidad no podrá nunca tambalearnos, porque lo que se tambalea a nuestro alrededor es lo perecedero, pero nunca el don eterno del Amor de Dios por cada uno de sus hijos.

Hay personas cuya fe va mutando, cambiando al compás de los «maestros » que encuentran en su camino; la elocuencia de estos maestros es capaz de cautivar y modificar el comportamiento, las opiniones y criterios de sus seguidores. No seamos como veletas girando según la dirección del viento.

Para ello, pienso que necesitamos dos cosas:

  • primero conocer realmente cual es la fe que profesamos, conocernos a nosotros mismos, conocer de dónde partimos,
  • y segundo, si optamos en libertad, si queremos proclamar el Credo que nos han transmitido los Apóstoles a través de la Iglesia, necesitamos aprender, formarnos adecuadamente, para que nuestra fe esté cimentada en el mensaje de amor de Jesús, que nos ha mostrado al Padre,  y en el Espíritu Santo que hoy guía a su Iglesia en su retorno al Paraíso.
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