Construyendo el hombre nuevo (V). Necesitamos a Dios.

La sociedad en la que nos ha tocado vivir se mueve, y nos empuja, hacia una visión material o materialista de la vida, relegando lo espiritual al «ámbito de lo privado». Esto es lo que se ha dado en llamar «políticamente correcto».

Y es cierto que cada persona debe tener libertad para pensar y sentir, libertad para creer; y por ello, somos todos diferentes en nuestra manera de rezar, de expresarnos, de amar. Nuestras diferencias suponen una riqueza para la sociedad, porque aportamos lo que somos, y nos enriquecemos con lo que los demás nos aportan: juntos somos más fuertes y diversos.

Aplicando este principio al ámbito de nuestras «diferencias» en lo que creemos, podríamos pensar que hay tantas “religiones” o maneras de comunicarse con Dios como personas viven en el mundo. Es una conclusión dentro de la lógica humana. Pero este razonamiento puede inducirnos a un error; llegamos a esto al contemplar la religiosidad del hombre, su relación con Dios, desde el mismo hombre; estamos poniendo al ser humano como punto de referencia, como centro del universo: «lo que yo creo es lo que vale», “yo soy el que define quién es Dios”.

Y lo cierto es que el «centro» no puede ser el hombre, sino siempre Dios. Recordemos las palabras que el Señor le dice a Job: «¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra? Cuéntamelo, si tanto sabes. ¿Quién señaló sus dimensiones (¡seguro que lo sabes!) o le aplicó la cinta de medir?» (Job 38, 4-5). Es muy pretencioso que consideremos siquiera que podemos controlar, juzgar, manipular, utilizar a Dios como un sirviente, como si su Esencia, dependiera de “nuestra definición”. Pensamos que tenemos el control de todo lo que manejamos, y también, por tanto, el control de Dios; y así acabamos viviendo sin darnos cuenta de que creemos lo que queremos creer, cuando la realidad es que Él nos creó porque quiso crearnos.

No, la religión nunca se puede plantear desde el hombre. Y me digo a mí mismo: «¡Qué inútil es plantearse una vida sin Dios!».

Todos creemos.

Muchos piensan: «¿Para qué sirve Dios, la fe, la religión? ¿Acaso ayuda en algo? Solo trae complicaciones y obligaciones, y me impide vivir mi vida como quiero vivirla».

Pero lo cierto es que todos tenemos unas creencias que nos guían, que representan nuestra “estructura”, el esqueleto de nuestro pensamiento, una escala de valores construida a partir de unos principios, y que conforma nuestra vida. Es como en el cuerpo humano; tenemos un esqueleto que nos permite mantenernos de pie. Si nos faltara ese esqueleto, nuestro cuerpo caerá flácido al suelo. Y si nuestros huesos fueran frágiles como el cristal, nuestra vida estaría siempre en riesgo ante cualquier golpe o caída. Tenemos, necesitamos tener algo en que creer.

Unas personas prefieren basar su vida en pensamientos filosóficos; otros adoran a un solo dios: ellos mismos; otros prefieren poner todo el sentido de sus vidas en la tecnología, y viven pendientes de su «pantalla»; otros basan su vida en «tener», ganar dinero. En el fondo todos basamos nuestra vida en unos principios, un fin. Para algunos, es un fin material, caduco, efímero, y para otros, un fin supremo que trasciende al hombre.

El título de este artículo nos lleva a deducir que, para construir el hombre nuevo en nosotros, necesitamos a Dios, no simplemente una filosofía o un fin material. El hombre nuevo nace desde Jesús, que, como ya dijimos hace algún tiempo, es el modelo desde el cual fuimos creados.

Pero basta de teorizar. Más que describir las diversas situaciones, mejor es compartir en estos párrafos mi experiencia personal.

Y entonces, ¿en quién creo yo?

Yo creo en Aquel que me ha dado la vida, que me amó desde el principio, que pensó en mí para entregarme su amor; Él creó el mundo, los planetas, los mares, las montañas, los ríos, los árboles, para darme un lugar donde vivir. No me creó solo, porque sabía que necesito amar y ser amado por persona semejantes a mí que hicieran visible y tangible el amor que me ha regalado. Creo en Jesús, que me mostró el Amor más grande sufriendo una muerte injusta para salvarme y mostrarme el Camino, la Verdad y la Vida. Creo que Él me lo ha dado todo para que yo también lo dé todo por los demás. Creo que Él ha decidido morar en mí llenándome de su Santo Espíritu para completarme y hacerme capaz de Él. Creo que Él vive a mi lado, a nuestro lado, como luz que me guía, como muralla que me protege, como aliento de vida, como descanso del corazón, como consolador y fortaleza; y creo que me espera preparando para mí un lugar en el Paraíso, donde, libre de todas las cargas, pueda pasear junto a Él y junto a los que han llegado antes que yo, gozando de su presencia y de su paz.

Sí, creo. Y mi fe da aliento a mi vida, me permite ser fuerte cuando hay dificultades, me hace sentirme acompañado siempre, porque sé que mora en mí; y me permite mirar al futuro con esperanza, sin miedo, en el anhelo del día en que nunca me separe de Él.

Creo. ¿Y tú? ¿Crees? ¿En quién crees?

Construyendo el hombre nuevo (IV). Necesitamos de los demás.

Hablábamos en nuestro anterior encuentro sobre los valores humanos, lo que nos hace seres humanos y, en consecuencia «divinos», porque nos hace semejantes al Creador. Pero cuando hablamos de amor, confianza, solidaridad, sinceridad, que son valores humanos, nos preguntamos ¿a quién o con quién?

Porque si son valores que nos hacen «humanos», bastaría con vivirlos en la intimidad, nosotros solos. Pero parece que no es así; el sentido de estos valores es que marcan nuestra relación con los demás, con los cercanos y con los lejanos. Cuando decimos que amamos, el destinatario de ese amor puedo ser yo mismo, puede ser Dios, pero también debemos proyectar ese amor hacia nuestros semejantes.

Necesitamos personas a quienes amar, servir, cuidar, proteger, con quienes conversar, a quienes obedecer o a quienes guiar. Sin estas personas, no podemos desarrollar nuestros valores, nuestros talentos, y por tanto tampoco nos construimos como «hombres nuevos».

Si intentas que una vara de madera se mantenga de pie por sí sola, lo primero que pensarías es anclar una parte de la misma en tierra. Eso sería como «ponerle los cimientos». De esto hablábamos en nuestro anterior encuentro. Pero, aunque se mantuviera en pie, su estabilidad será frágil. Un empujón, un golpe de viento la tumbarían. Podríamos aplicar esta analogía a nuestra vida. Si yo soy como esa vara, en soledad, sin relación con nadie, aunque tenga unos cimientos muy sólidos, soy débil, estoy a merced de vientos, tropiezos, empujones; no puedo subsistir solo. Necesito de los demás. Necesitamos de los demás.

Quizá mi digáis que eso ya lo sabéis: somos comunidad humana, vivimos en sociedad, y estamos estructurados como tal, y dependemos los unos de los otros.

Lo sabemos, pero también es verdad que vivimos muchas situaciones donde «no vivimos lo que sabemos que debemos vivir». Sabemos que necesitamos de los demás, pero a la vez actuamos sin contar con ellos; sabemos que debemos ser honrados, pero engañamos; sabemos que debemos confiar, pero dudamos de las personas. ¿Por qué? Porque en el fondo preferimos actuar como seres independientes. Nos incomoda que nos corrijan, preferimos tener la razón, no confiamos en los demás, a pesar de las pruebas que nos han dado de amor y confianza, “creemos” ver enemigos en las personas con las que compartimos casa, trabajo, ocio.

Una visión errada del mundo quiere llevarnos al individualismo, a buscar solo nuestro interés, incluso en perjuicio del interés de los demás. Una visión errada de mí mismo me lleva a auto protegerme para evitar que los cercanos me hieran. Confundimos justicia con venganza, debate con discusión, sabiduría (todo lo sé) con desconfianza (él no sabe), progresar (en el trabajo) con manipular, mentir y robar, y preferimos mantener las distancias con los demás, debilitando así nuestros recursos, nuestra capacidad de vivir y de encontrar la verdad.

En definitiva, preferimos el camino fácil de los «contravalores», justificándonos a nosotros mismos con la idea de que «lo hacen todos» (como si eso fuera una garantía de validez).

La Palabra de Dios nos dice: «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lucas 11, 28). Y nos dice también: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Juan 15, 13). La Palabra de Señor nos abre un camino muy sencillo: nuestra vida, nuestra felicidad será plena cuando dejemos de ser nosotros el “centro” del universo, y seamos capaces de ver a Jesús en todos aquellos a quienes se nos han dado la oportunidad de servir, amar y cuidar. «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mateo 25, 40).