Construyendo a un hombre nuevo (III). Jesús es nuestro modelo.

Seguimos en la tarea de construir un hombre nuevo, de construirnos. Descubrir nuestra realidad, lo que somos, es solo un primer paso, como si a un pintor le diéramos un lienzo vacío, con sus imperfecciones en la trama de la tela, pero con una superficie esperando recibir las pinturas de color que harán surgir la imagen, la creación del artista. Para dar un paso hacia delante en este proyecto, necesitamos reconocer, descubrir en nosotros los pilares que, como en cualquier construcción, serán la «roca firme» donde sustentar todo el edificio. Hablamos de los “valores humanos”.

Pero, ¿qué son los valores humanos?

Podríamos definirlos como cualidades de cada individuo que le llevan a comportarse de una forma determinada y que definen sus prioridades en la vida. También podríamos decir que son el conjunto de virtudes que posee una persona, que le mueven a comportarse de una manera determinada, que regulan su conducta, y le permiten diferenciar entre lo que está bien y lo que está mal, decidir lo que debe o no debe hacer y discernir lo justo de lo injusto.

Pero yo iría más allá. Los valores humanos son las cualidades que nos hacen ser semejantes a Dios, y por eso nos hacen ser “plenamente hombres”.

Encontramos en el libro del Génesis: «Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra”. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Genesis 1, 26-27). ¿Cómo es esto posible? ¿Cuál es el modelo que empleó Dios? ¿De dónde sacó el patrón?

Para responder a esta pregunta baste recordar lo que proclamamos en el Credo: «Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos». Aquí encontramos nuestra respuesta. El Hijo, Jesús, es el modelo del que fuimos creados, la “Imagen de Dios”. Y, por tanto, es también el modelo del que, en nuestra libertad mal utilizada, nos fuimos alejando; nos descuidamos durante el “viaje de la vida”, y, aun habiendo nacido con la capacidad de amar, de ser íntegros, fieles, generosos, en el transcurso de la vida nos hemos desviado hacia la desobediencia (Adán y Eva), a la soberbia (torre de Babel), a la violencia (Caín), a olvidarnos de Aquel que nos creó y veló siempre por nosotros, buscando otros modelos a imitar, otros “dioses”.

Y como parecía que no teníamos la capacidad de aprender, Dios envió a su Hijo para mostrarnos cómo ser “plenamente humanos”. Para ello, nos dejó como modelo su Ejemplo y su Palabra.

Porque vivir en plenitud los «valores humanos» nos lleva a imitar a Jesús, y, por tanto, nos hace ser “capaces de Dios”. Recuperamos así nuestra esencia divina: ser creaturas a su imagen. Por eso, nuestros cimientos solo pueden construirse sobre el cimiento de Jesús, que es nuestra “roca firme”.

Cuando buscamos y repasamos las múltiples listas de los “valores humanos», uno de los primeros que resalta siempre es el Amor. Jesús, en el Evangelio, nos habla del amor: «Respondió Jesús: “El primero es: ‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. El segundo es este: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que estos» (Marcos 12, 29-31).

Pero, como decíamos, no solo nos deja su Palabra, sino que también nos muestra, con su vida, cómo debemos actuar: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Juan 13, 1).

Lo mismo podemos decir sobre la Humildad. Nos dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Marcos 9, 35). Pero también refrendó sus palabras con sus actos; el mejor ejemplo de humildad, siempre es Jesús; Él lavó los pies de sus discípulos, siendo el Maestro y el Señor: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Juan 13, 14-15).

Podemos encontrar en los Evangelios muestra de:

  • Su discreción: «Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña» (Marcos 5, 43).
  • Su misericordia: «Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio» (Marcos 1, 41).
  • Su sabiduría: «Se lo trajeron. Y él les preguntó: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?”. Le contestaron: “Del César”. Jesús les replicó: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Y se quedaron admirados» (Marcos 12:16, 17).
  • Su espíritu de servicio: «Él les dijo: “Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco”. Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer» (Marcos 6, 31).
  • Su integridad: «Se acercaron y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres veraz y no te preocupa lo que digan; porque no te fijas en apariencias, sino que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad. ¿Es lícito pagar impuesto al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?”» (Marcos 12, 14).

En Jesús encontraremos todos los valores humanos, encontraremos el modelo para ser humanos, y, por tanto, para llegar a ser como Dios. Imitar a Jesús no consiste en vestirse con túnica hebrea, llevar el cabello largo o aprender arameo, sino imitar Su madurez humana, largamente “trabajada”.

Cuando Él vino a mostrarnos con su vida el camino hacia Dios, no dudó en sumergirse en nuestro fango, en nuestro estiércol, para convertirse así en nuestro verdadero cimiento. Muchos no son capaces de conocerlo, de reconocerlo, porque nunca han oído hablar de Él, y no se dan cuenta de cómo el Señor está tan íntimamente unido, involucrado, fundido en nuestra vida, en nuestra cultura, en nuestras relaciones, en nuestro lenguaje. Buscan una trascendencia, una respuesta al sentido de la vida; necesitan modelos para imitar, pero todo lo que encuentran son referentes falibles, incompletos, imperfectos. Y no se dan cuenta de que eso que buscan, esa piedra angular, esa roca firme donde edificar sus vidas no es otra que “Dios hecho hombre”.

Jesús es nuestro modelo, porque de Él partimos, con Él caminamos, y hacia la plena comunión con Dios nos dirigimos. Finalizo con las palabras que nos dejó San Pablo: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Corintios, 11, 1).

Construyendo a un hombre nuevo (II). ¿Quién soy yo?

Seguimos en la tarea de construir en nosotros un «hombre nuevo» a imagen de Jesús. Y para esto, como decíamos en nuestro anterior encuentro, necesitamos conocer cuáles son nuestros cimientos.

¿Quién no se ha preguntado en algún momento de su vida «quién soy»? Y no porque tengamos «amnesia» y hayamos perdido la memoria; me refiero al momento normal en la vida de cada uno en el proceso de nuestro crecimiento, donde vamos tomando conciencia de nosotros mismos, de nuestra pertenencia a un mundo complejo, y de nuestra trascendencia, nuestra relación con Dios.

Algunas personas no llegan a conocer quizá por falta de referentes, de «testigos», al Dios-Amor que ha dado su vida por nosotros; a unos su reflexión les lleva a concluir que debe existir «algo», quizá el «Dios desconocido» de los griegos; o bien asumen que es «alguien lejano», ajeno a nuestras vidas; o simplemente no existe; o encuentran respuestas desde la filosofía o el materialismo.

Otros hemos tenido el privilegio de que nos hablaran de Dios, hemos podido conocerlo no solo intelectualmente sino sobre todo en el corazón, y esto nos ha ayudado a «reconocernos» en Él, y a buscar en Cristo la «imagen» de lo que debemos ser.

Pero no quiero ahondar en este momento en nuestro ser trascendente. Aunque es cierto que el principal cimiento en el que crecemos y nos desarrollamos como personas es el Amor de Dios: un Amor manifestado en Cristo.

Nuestra realidad.

«Quiénes somos», «en qué creemos», «hacia dónde vamos», son preguntas que nos ayudan a marcar nuestro camino.

Si no tenemos claro en qué creemos, iremos dando tumbos por la vida, siguiendo al «líder» de turno, y obedeciendo los intereses de otros.

Si no sabemos hacia dónde vamos, corremos el riesgo de quedarnos en la «estación», sin hacer nada, porque estaríamos desconociendo nuestro destino; caminaríamos sin rumbo, en círculos, sin avanzar, como el que se mete en una rotonda con el coche y no sale de ella porque no tiene claro qué salida escoger.

Si no sabemos quiénes somos, si no nos conocemos a nosotros mismos, nuestro presente se convierte en una verdadera «caja de sorpresas».

Cuando era joven me preguntaba cómo forjar mi personalidad, cómo descubrir mi visión sobre los temas trascendentales. La respuesta me vino así: «lee, fórmate, adquiere conocimiento sobre la vida, sobre la cultura, aprende, forja tu mente: en el camino descubrirás la verdad, «tu verdad», la verdad sobre ti mismo».

Y descubrí la importancia de la educación, de la cultura, del conocimiento, para alcanzar la libertad de elegir, y para poder conocerme a mí mismo, para ser yo mismo; y a nivel de fe poder reconocer el modelo al que quiero parecerme, el modelo sobre el que fui forjado, que es Cristo, y al que aspiro imitar, como dice Pablo: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Corintios 11, 1).

Solo cuando madure y avance en el sentido de las cosas, seré capaz de discernir, de decidir:

  • podré elegir entre el bien y el mal, cuando conozca qué es lo moralmente bueno,
  • podré elegir una vocación, un camino, cuando conozca las alternativas que tengo,
  • podré elegir qué ver en la televisión, qué comida hacer, qué libro leer, cuando conozca las ofertas, las posibilidades,
  • podré decidirme por un banco concreto, el servicio de un profesional o un comercio, cuando conozca las ofertas de cada uno y pueda elegir lo más conveniente,
  • podré…, en definitiva: seré plenamente libre cuando conozca las opciones que tengo.

Es más cómodo no tener opciones, me resulta más fácil si ya me facilitan la respuesta que debo dar, menos comprometido si no tengo que enfrentarme a mis miedos, a mis limitaciones y debilidades. Y cuando he asumido una opinión, sin conocer el resto de las opciones, la defiendo hasta con cierta violencia, porque en el fondo no sé cómo justificarla, y la impongo ante los demás sin permitir un diálogo; no queremos aparecer como débiles ante los demás.

Para poder ser fuertes, dialogantes, hemos de ser capaces de reconocer nuestras debilidades, reconocer que no sabemos de todo, asumir que necesitamos de los demás.

Y reconocer ante Dios y ante nosotros mismos nuestras debilidades; porque el «hombre nuevo» no se construye sobre utopías ni sobre hombres «perfectos» y sin tacha, sino sobre nuestros errores, nuestros fracasos que, con el tiempo, se  transforman en estiércol, en alimento para la tierra, para «nuestra tierra».

Y, como enseña Pablo: «»Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Corintios 12, 9-10).