Seguimos en la tarea de construir en nosotros un «hombre nuevo» a imagen de Jesús. Y para esto, como decíamos en nuestro anterior encuentro, necesitamos conocer cuáles son nuestros cimientos.
¿Quién no se ha preguntado en algún momento de su vida «quién soy»? Y no porque tengamos «amnesia» y hayamos perdido la memoria; me refiero al momento normal en la vida de cada uno en el proceso de nuestro crecimiento, donde vamos tomando conciencia de nosotros mismos, de nuestra pertenencia a un mundo complejo, y de nuestra trascendencia, nuestra relación con Dios.
Algunas personas no llegan a conocer quizá por falta de referentes, de «testigos», al Dios-Amor que ha dado su vida por nosotros; a unos su reflexión les lleva a concluir que debe existir «algo», quizá el «Dios desconocido» de los griegos; o bien asumen que es «alguien lejano», ajeno a nuestras vidas; o simplemente no existe; o encuentran respuestas desde la filosofía o el materialismo.
Otros hemos tenido el privilegio de que nos hablaran de Dios, hemos podido conocerlo no solo intelectualmente sino sobre todo en el corazón, y esto nos ha ayudado a «reconocernos» en Él, y a buscar en Cristo la «imagen» de lo que debemos ser.
Pero no quiero ahondar en este momento en nuestro ser trascendente. Aunque es cierto que el principal cimiento en el que crecemos y nos desarrollamos como personas es el Amor de Dios: un Amor manifestado en Cristo.
Nuestra realidad.
«Quiénes somos», «en qué creemos», «hacia dónde vamos», son preguntas que nos ayudan a marcar nuestro camino.
Si no tenemos claro en qué creemos, iremos dando tumbos por la vida, siguiendo al «líder» de turno, y obedeciendo los intereses de otros.
Si no sabemos hacia dónde vamos, corremos el riesgo de quedarnos en la «estación», sin hacer nada, porque estaríamos desconociendo nuestro destino; caminaríamos sin rumbo, en círculos, sin avanzar, como el que se mete en una rotonda con el coche y no sale de ella porque no tiene claro qué salida escoger.
Si no sabemos quiénes somos, si no nos conocemos a nosotros mismos, nuestro presente se convierte en una verdadera «caja de sorpresas».
Cuando era joven me preguntaba cómo forjar mi personalidad, cómo descubrir mi visión sobre los temas trascendentales. La respuesta me vino así: «lee, fórmate, adquiere conocimiento sobre la vida, sobre la cultura, aprende, forja tu mente: en el camino descubrirás la verdad, «tu verdad», la verdad sobre ti mismo».
Y descubrí la importancia de la educación, de la cultura, del conocimiento, para alcanzar la libertad de elegir, y para poder conocerme a mí mismo, para ser yo mismo; y a nivel de fe poder reconocer el modelo al que quiero parecerme, el modelo sobre el que fui forjado, que es Cristo, y al que aspiro imitar, como dice Pablo: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Corintios 11, 1).
Solo cuando madure y avance en el sentido de las cosas, seré capaz de discernir, de decidir:
- podré elegir entre el bien y el mal, cuando conozca qué es lo moralmente bueno,
- podré elegir una vocación, un camino, cuando conozca las alternativas que tengo,
- podré elegir qué ver en la televisión, qué comida hacer, qué libro leer, cuando conozca las ofertas, las posibilidades,
- podré decidirme por un banco concreto, el servicio de un profesional o un comercio, cuando conozca las ofertas de cada uno y pueda elegir lo más conveniente,
- podré…, en definitiva: seré plenamente libre cuando conozca las opciones que tengo.
Es más cómodo no tener opciones, me resulta más fácil si ya me facilitan la respuesta que debo dar, menos comprometido si no tengo que enfrentarme a mis miedos, a mis limitaciones y debilidades. Y cuando he asumido una opinión, sin conocer el resto de las opciones, la defiendo hasta con cierta violencia, porque en el fondo no sé cómo justificarla, y la impongo ante los demás sin permitir un diálogo; no queremos aparecer como débiles ante los demás.
Para poder ser fuertes, dialogantes, hemos de ser capaces de reconocer nuestras debilidades, reconocer que no sabemos de todo, asumir que necesitamos de los demás.
Y reconocer ante Dios y ante nosotros mismos nuestras debilidades; porque el «hombre nuevo» no se construye sobre utopías ni sobre hombres «perfectos» y sin tacha, sino sobre nuestros errores, nuestros fracasos que, con el tiempo, se transforman en estiércol, en alimento para la tierra, para «nuestra tierra».
Y, como enseña Pablo: «»Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Corintios 12, 9-10).
Gracias Prior, por esta reflexión , me es grato saber que el plan de Dios es que , el «hombre nuevo» se construirá sobre mis errores y fracasos….. Que con el tiempo.. será el nutriente para nuestra tierra.