Un mundo de 40 metros

Cuando nuestro mundo diario se reduce a 40 metros cuadrados, todas nuestra vivencias se comprimen en escala; nuestras relaciones se hacen más estrechas, nuestras fricciones y encuentros, nuestros silencios y conversaciones. Todo se potencia, como cuando las olas del mar, que a distancia de la costa apenas se notan, en el momento en que la profundidad es pequeña, ya en los rompientes de la orilla, suben en altura y peligrosidad.

Sí, se estrecha la convivencia, y no precisamente para un tiempo corto de un fin de semana, o unas vacaciones de verano. Es un tiempo sin determinar, que puede convertirse en un tiempo de prueba que nos lleve a vivir un infierno, o una gran bendición que cambie nuestra vida.

Por eso, necesitamos un ambiente de armonía, donde las palabras «perdón» y «gracias» sean el bálsamo que regule nuestras relaciones. Si te enfadas, ya no puedes salir de casa dando un portazo para refugiarte en la calle, caminando o corriendo. Solo puedes dar 5 ó 6 pasos, y cambiar de habitación.

Por eso necesitamos este bálsamo, esta buena voluntad que posibilite el encuentro, la fraternidad, el calor del amor. Necesitamos vivir reconciliados, unidos; debemos ser capaces de relativizar a nuestras pequeñas cuitas y problemas, al compararlas con el sufrimiento de muchos otros, que padecen de soledad, desamor y tristeza.

En las distancias cortas, se pone a prueba nuestras relaciones. Es por lo tanto el momento de poner todo nuestro empeño en superar todos los pequeños conflictos que manejamos a diario, con la conciencia de que solo el amor y el perdón pueden ayudarnos en esta hermosa tarea de construir un mundo mejor.

No hay que pensar en grandes proyectos inalcanzables, o que dependen de otros. Basta con que enfrentemos el día a día con humildad y espíritu conciliador. Buscando el bien y la felicidad del otro antes que la mía.

Llegan muchas noticias por las redes sociales, de la gran solidaridad que se respira entre vecinos y cercanos. Es realmente una inyección de esperanza que nos muestra el verdadero rostro de la humanidad, un rostro que nace, aunque muchos no lo reconozcan por ignorancia, de ser creados a imagen de Dios (Génesis 1,27); y esta solidaridad nace del Amor a semejanza del que Jesús nos mostró en la Cruz: el amor del sacrificio, de la entrega, de la gratuidad.

Quizá debería rectificar la frase anterior: «En las distancias cortas, en los tiempos de prueba, surgen en nosotros los verdaderos sentimientos de Cristo».

Que así sea.

Los sonidos del silencio

En estos días de confinamiento, nos estamos encontrando con numerosas oportunidades de reflexión y de silencio. Lo llenamos con múltiples ruidos, voces que nos mantienen ocupados, incluso yo diría «dispersos».

Cuando hay ausencia de ruidos, las calles están vacías, no hay coches ni personas trabajando, cuando sólo reina el «silencio», en ese momento es cuando somos capaces de escuchar esos pequeños sonidos que siempre pasan desapercibidos; los crujidos de los edificios cuando se dilatan o contraen, el suave sonido de la lluvia al caer, el zumbido de los tubos fluorescentes o de los pequeños electrodomésticos. Son sonidos secundarios, que suelen pasar desapercibidos; como el trabajo de las personas anónimas, que, como «duendecillos», por la noche limpian nuestras calles o recogen la basura que nosotros producimos; nadie los ve, quizá escuchamos el ruido del camión de la basura, pero es un sonido que ya está integrado en lo cotidiano; sí es su trabajo, y cobran por ello; y si un día hacen una huelga, notamos la consecuencia de su inactividad ante el creciente aumento de las bolsas de basura en las calles, y el peligro que ello representa para la salud pública y la limpieza de nuestras ciudades. Como en todas las circunstancias de nuestra vida, notamos más su «ausencia» que su «presencia».

En el silencio, por tanto, se nos presenta la oportunidad de ser agradecidos por esos pequeños sonidos de la noche, el trabajo de los anónimos, basureros, limpiadores, panaderos, repartidores, y tantos otros, para darnos cuenta de que necesitamos de todos; que para construir una Civilización de la Paz y del Amor, hemos de ser conscientes de que somos parte de una gran comunidad de personas que me aporta todo lo que yo no soy capaz de hacer.

Repito, no los ves cuando están, pero cuando no están notas su ausencia. Esto nos debe llevar a ser agradecidos ante cada persona que camina a nuestro lado ofreciéndonos su servicio, su presencia, sus cualidades. Un sincero «gracias» por nuestra parte, es una contribución enorme en la construcción de un mundo mejor, de un mundo de Paz y Amor.

¡Gracias!