Dice la primera carta de San Pedro que fuimos liberados por la Sangre de Cristo, y «que, por medio de él, creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, de manera que vuestra fe y vuestra esperanza estén puestas en Dios». (1 Pe 1, 21).
En la construcción de un mundo de paz, hemos de saber dónde está puesto nuestro cimiento, dónde hemos puesto nuestra fe y nuestra esperanza. En teoría, la respuesta a esta pregunta nos lleva a Dios; y en los momentos de dificultad, volvemos nuestra mirada a Dios buscando ayuda; y , cuando pasa la dificultad, volvemos a cerrar las puertas de nuestro «oratorio particular», hasta el momento en que «volvamos a necesitar a Dios«.
También puede pasarnos como a los discípulos de Emaús, que nuestra fe y nuestra esperanza sea errónea, y nos sintamos defraudados, decepcionados por la inacción de Dios ante nuestros sufrimientos. Ellos esperaban un libertador del poder romano; nosotros a un Dios que solucione nuestros problemas. Y así, según es nuestra fe, así es nuestra perspectiva de su acción en la vida de los hombres:
- Quizá creemos que hay un Dios lejano que no se ocupa del sufrimiento de los hombres. Y le reclamamos: «¿por qué hay hambre en el mundo?, ¿por qué hay pobres?. Lo vemos lejano, ajeno a nuestra vida.
- O pensamos nos castiga con enfermedades, pandemias, guerras, hambre, nos castiga por nuestros pecados; y preguntamos: ¿por qué nos castigas y nuestros enemigos viven sin estos sufrimientos?. Lo vemos como un Dios vengativo y cruel.
- O no somos capaces de verlo como Padre, porque en nuestro corazón, y por las heridas de nuestro pasado, la paternidad significa violencia y opresión, porque esto es lo que hemos vivido nosotros.
- O creemos en un Dios «mayordomo», a quien le pido y me da, porque está sometido a nuestros caprichos y deseos.
- O vemos a Jesús como un colega, amigo de ocasiones, que tiene respuestas para todas mis necesidades.
- O malinterpretamos las escrituras y decimos que Jesús era violento por azotar a los cambistas en el Templo.
- O decimos que no creemos en la Iglesia, porque es muy pecadora. «Creo en Dios pero no en los curas«
- O proclamamos en el Credo «creo en el perdón de los pecados», y después pensamos que Dios no puede perdonar los míos.
Y nos preguntamos: ¿en qué creemos realmente? ¿cómo es el Dios en quien decimos creer?
Es muy importante ser consciente de nuestra fe, porque, nuestra fe es de dónde partimos, lo que somos; nuestra esperanza es a dónde vamos, es el lugar a donde nuestro corazón quiere ir, y siguiendo con las virtudes teologales, la caridad es el camino que recorremos.
Nuestra fe
Ante todo hemos de reconocer que la existencia de Dios no depende de lo que nosotros creamos o dejemos de creer; no hemos de darle permiso para existir. Nuestra creencia influirá directamente en el alcance de nuestra relación con El, en nuestra intimidad o lejanía, en reconocer en Él el fundamento de nuestros valores morales y humanos, o considerarlo como alguien inventado por los creyentes para tener un asidero en los momentos de conflicto.
Si Dios defrauda nuestra expectativas es porque nuestra fe no está fundada en el Credo que los Apóstoles nos han transmitido a través de la iglesia. Nos pasa como a los discípulos de Emaús, que caminaban en desesperanza, que no habían entendido todavía el mensaje de Jesús, que no sabían qué es lo que podía pasar, y contemplaron los acontecimientos de esos días desde una perspectiva incompleta; Jesús había muerto y no creyeron lo que otros les decían, porque no esperaban que Jesús pudiera resucitar de entre los muertos.
Fue necesario que Jesús les abriera el entendimiento con las Escrituras, para conocer: «Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras». (Lucas 24, 27).
Y así nosotros también necesitamos formarnos en la fe, formarnos en nuestras creencias, conocer la fe que profesamos, para que en ningún momento pueda soplar un viento de doctrinas adversas que nos mueva del lugar donde queremos estar; una fe firme, una fe fundada en Jesús, tal como profesamos cada domingo en el Credo; necesitamos que nuestras palabras sean sinceras, y que lo que pronuncian nuestros labios lo crea nuestro corazón.
Eso nos mantendrá firmes en la fe, por encima de cualquier mensaje que quiera hacernos perder la esperanza. Y reconoceremos la voz del Pastor por encima del susurro de los lobos que quieren alejarnos de la fe que la Iglesia nos ha transmitido. Si nuestra fe está cimentada en la Palabra, si la fe que profesamos está cimentada en aquello que la Iglesia nos enseña, nada podrá tambalearnos. Buscaremos la vida eterna, el gozo de vivir en la presencia del Señor en todo momento. Y así viviremos en la Esperanza, tal como Dios quiere.
Si tenemos fe, la adversidad no podrá nunca tambalearnos, porque lo que se tambalea a nuestro alrededor es lo perecedero, pero nunca el don eterno del Amor de Dios por cada uno de sus hijos.
Hay personas cuya fe va mutando, cambiando al compás de los «maestros » que encuentran en su camino; la elocuencia de estos maestros es capaz de cautivar y modificar el comportamiento, las opiniones y criterios de sus seguidores. No seamos como veletas girando según la dirección del viento.
Para ello, pienso que necesitamos dos cosas:
- primero conocer realmente cual es la fe que profesamos, conocernos a nosotros mismos, conocer de dónde partimos,
- y segundo, si optamos en libertad, si queremos proclamar el Credo que nos han transmitido los Apóstoles a través de la Iglesia, necesitamos aprender, formarnos adecuadamente, para que nuestra fe esté cimentada en el mensaje de amor de Jesús, que nos ha mostrado al Padre, y en el Espíritu Santo que hoy guía a su Iglesia en su retorno al Paraíso.