Una esperanza activa

Hablábamos hace unos días sobre la fe, la importancia de conocer quiénes somos, en qué creemos, cuál es nuestro cimiento. Me resulta curioso ver a personas que presumen de tener mucha fe en Dios, con una vida recta, centrada, pero que sucumben a la duda y a la tristeza en momentos de prueba. Como decíamos en nuestro articulo anterior, «es muy importante ser consciente de nuestra fe, porque, nuestra fe es de donde partimos, lo que somos; nuestra esperanza es a dónde vamos, es el lugar a donde nuestro corazón quiere ir, y siguiendo con las virtudes teologales, la caridad es el camino que recorremos». Siguiendo con ese razonamiento, descubrimos que la fe y la esperanza están íntimamente entrelazadas; una fe firme, que identifica lo que yo soy, me lleva a caminar hacia una meta, hacia un horizonte que sé que va a llenar mi corazón.

Imaginemos que estamos esperando una visita importante, quizá un familiar al que hace tiempo que no vemos porque estaba en una misión en el extranjero, y va a quedarse a vivir con nosotros; en breve va a llamar a la puerta de nuestra casa; estamos pues «esperando». Seguro que ocuparíamos nuestro tiempo preparando la casa, cocinando un banquete, ordenando su habitación, preparando un hueco en el armario para la ropa que traiga; sería una espera activa. Lo que estaría fuera de lugar es que nos sentáramos simplemente a esperar (espera pasiva), o incluso que pusiéramos la música fuerte para no oír el timbre de la puerta, o que cerráramos la puerta con cadenas (cerrarse a la esperanza).

Y podemos preguntarnos, ¿con cuál de estas opciones nos identificamos?

Si nuestra esperanza es pasiva nos pasaría como a muchos, que dejan venir los acontecimientos, porque no los pueden evitar, y catalogan como la “voluntad” de Dios todo lo que les pasa.

    • Estás en la playa, y viene un Tsunami, y te quedas parado esperando la ola gigante, porque es “voluntad” de Dios que te arrolle.
    • No he pagado el recibo de la luz y me cortan el suministro, porque era “voluntad” de Dios quedarme sin luz como castigo por mi negligencia.
    • No he podido llegar a tiempo a la Celebración de la Eucaristía porque me he levantado tarde, y era “voluntad” de Dios que hoy me privara de ella.

Sí, en vez de asumir nuestra inacción y derrotismo, nos rendimos y le echamos la culpa a Dios, indirectamente, pensando que nuestro fracaso era su voluntad.

Otras veces, en vez de vivir en la esperanza, nosotros mismos cerramos la puerta a la acción de Dios en nuestra vida, porque nos aferramos a nuestros criterios, imposibilidades, debilidades, incapacidades. Nos aferramos a nuestras heridas, porque, extrañamente, nos dan seguridad; preferimos la «seguridad» del mal que conocemos, a la inseguridad de vivir nuestro reto de la libertad, porque eso va a suponer un esfuerzo continuo; preferimos rendirnos sin presentar batalla, porque no sabemos dónde nos va a llevar; eso no es vivir en esperanza.

Pero lo cierto es que Dios cuenta con cada uno de nosotros para salvarnos: necesita de ti, que abras las puertas a la vida, a la libertad.

Hace muchos años alguien me dijo que «solo se puede tener esperanza cuando se tiene tentación de desesperar». Es una frase que me impactó en su día, y que me permite levantar el ánimo en los momentos más oscuros. Y es en momentos como los que vivimos, cuando las noticias nos bombardean por todos lados, y ya no sabes ni qué creer, qué esperar, cuando hemos de hacer vida esta frase y recordar cuál es nuestra esperanza.

Cuando vas a emprender un viaje en tren, lo normal es que prepares tu equipaje, que acudas al andén para subir a tu vagón, y que busques tu asiento asignado. En la vida, que es un viaje hacia Dios, por la fe sabemos cuál es nuestra meta, y la esperanza nos lleva a prepararnos convenientemente, salir de nuestra inmovilidad, y asumir riesgos, buscar nuestro lugar en el equilibrio de la humanidad.

La ola del Tsunami va a venir de igual modo, pero puedo correr buscando un lugar seguro donde protegerme, puedo buscar alternativas para resolver mis negligencias, y puedo buscar corregir mis costumbres defectuosas que siempre me llevaran a caer en el error.

Una esperanza activa.

Leemos en la carta a los Hebreos: «Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa» (Heb 10, 23).

Esperar no es hacer como el balón de fútbol, que está quieto esperando una pierna que lo impulse, o querer llegar a la meta de una carrera esperando que me lleven en brazos, o querer aprobar un examen sin estudiar, confiando en nuestras oraciones piadosas.

Esperar es abrir nuestro corazón a la acción de Dios en nosotros: «Pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Isaías 40, 31). Cuando esperas en Él, te abres a su acción en ti, y sabes que Él te cuida.

Esperar es, hablando del Credo, confesar mis pecados y afrontar con alegría el «después», porque creo en el perdón de los pecados, y creo que Él también perdona los míos. Porque «creo», acudo con esa fe al sacerdote, que me perdona en nombre de Jesucristo.

Esperar es ser responsables de nuestra tarea, lo que nos toca. Si estamos enfermos, hemos de confiar en Dios, pero también ser obedientes al tratamiento que el médico nos ha prescrito. Si somos descuidados e irresponsables, entonces no podemos decir que estamos esperando en el Señor.

Esperar es cuidar activamente el mundo que nos rodea, porque es obra de Dios. Dice el Credo: «Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra».

Esperar es, en definitiva, poner todo nuestro empeño, nuestro deseo y voluntad en la tarea diaria de hacer realidad en nosotros el Reino de Dios.

La esperanza activa no es solo anhelo humano; es sobre todo llamada de Dios, una Palabra de Dios pronunciada por muchas voces en comunión. Ponemos la nuestra, nuestra pequeña voz, bajo la sobra de una voz mucho más sabia: «Así nos hacemos capaces de la gran esperanza y nos convertimos en ministros de la esperanza para los demás: la esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza para los demás. Y es esperanza activa, con la cual luchamos para que las cosas no acaben en un “final perverso”. Es también esperanza activa en el sentido de que mantenemos el mundo abierto a Dios. Sólo así permanece también como esperanza verdaderamente humana» (Carta encíclica Spe salvi, n 34, de Benedicto XVI).

Y desde la Palabra, una de las “mil” ocasiones en que Dios nos habla de esperanza:

«Así pues, habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado». (Romanos 5, 1-5)

¿Cuál es nuestra fe?

Dice la primera carta de San Pedro que fuimos liberados por la Sangre de Cristo, y «que, por medio de él, creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, de manera que vuestra fe y vuestra esperanza estén puestas en Dios». (1 Pe 1, 21).

En la construcción de un mundo de paz, hemos de saber dónde está puesto nuestro cimiento, dónde hemos puesto nuestra fe y nuestra esperanza. En teoría, la respuesta a esta pregunta nos lleva a Dios; y en los momentos de dificultad, volvemos nuestra mirada a Dios buscando ayuda; y , cuando pasa la dificultad, volvemos a cerrar las puertas de nuestro «oratorio particular», hasta el momento en que «volvamos a necesitar a Dios«.

También puede pasarnos como a los discípulos de Emaús, que nuestra fe y nuestra esperanza sea errónea, y nos sintamos defraudados, decepcionados por la inacción de Dios ante nuestros sufrimientos. Ellos esperaban un libertador del poder romano; nosotros a un Dios que solucione nuestros problemas. Y así, según es nuestra fe, así es nuestra perspectiva de su acción en la vida de los hombres:

  • Quizá creemos que hay un Dios lejano que no se ocupa del sufrimiento de los hombres. Y le reclamamos: «¿por qué hay hambre en el mundo?, ¿por qué hay pobres?. Lo vemos lejano, ajeno a nuestra vida.
  • O pensamos nos castiga con enfermedades, pandemias, guerras, hambre, nos castiga por nuestros pecados; y preguntamos: ¿por qué nos castigas y nuestros enemigos viven sin estos sufrimientos?. Lo vemos como un Dios vengativo y cruel.
  • O no somos capaces de verlo como Padre, porque en nuestro corazón, y por las heridas de nuestro pasado, la paternidad significa violencia y opresión, porque esto es  lo que hemos vivido nosotros.
  • O creemos en un Dios «mayordomo», a quien le pido y me da, porque está sometido a nuestros caprichos y deseos.
  • O vemos a Jesús como un colega, amigo de ocasiones, que tiene respuestas para todas mis necesidades.
  • O malinterpretamos las escrituras y decimos que Jesús era violento por azotar a los cambistas en el Templo.
  • O decimos que no creemos en la Iglesia, porque es muy pecadora. «Creo en Dios pero no en los curas«
  • O proclamamos en el Credo «creo en el perdón de los pecados», y después pensamos que Dios no puede perdonar los míos.

Y nos preguntamos: ¿en qué creemos realmente? ¿cómo es el Dios en quien decimos creer? 

Es muy importante ser consciente de nuestra fe, porque, nuestra fe es de dónde partimos, lo que somos; nuestra esperanza es a dónde vamos, es el lugar a donde nuestro corazón quiere ir, y siguiendo con las virtudes teologales, la caridad es el camino que recorremos.

Nuestra fe

Ante todo hemos de reconocer que la existencia de Dios no depende de lo que nosotros creamos o dejemos de creer; no hemos de darle permiso para existir. Nuestra creencia influirá directamente en el alcance de nuestra relación con El, en nuestra intimidad o lejanía, en reconocer en Él el fundamento de nuestros valores morales y humanos, o considerarlo como alguien inventado por los creyentes para tener un asidero en los momentos de conflicto.

Si Dios defrauda nuestra expectativas es porque nuestra fe no está fundada en el Credo que los Apóstoles nos han transmitido a través de la iglesia. Nos pasa como a los discípulos de Emaús, que caminaban en desesperanza, que no habían entendido todavía el mensaje de Jesús, que no sabían qué es lo que podía pasar, y contemplaron los acontecimientos de esos días desde una perspectiva incompleta; Jesús había muerto y no creyeron lo que otros les decían, porque no esperaban que Jesús pudiera resucitar de entre los muertos.

Fue necesario que Jesús les abriera el entendimiento con las Escrituras, para conocer: «Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras». (Lucas 24, 27).

Y así nosotros también necesitamos formarnos en la fe, formarnos en nuestras creencias, conocer la fe que profesamos, para que en ningún momento pueda soplar un viento de doctrinas adversas que nos mueva del lugar donde queremos estar; una fe firme, una fe fundada en Jesús, tal como profesamos cada domingo en el Credo; necesitamos que nuestras palabras sean sinceras, y que lo que pronuncian nuestros labios lo crea nuestro corazón.

Eso nos mantendrá firmes en la fe, por encima de cualquier mensaje que quiera hacernos perder la esperanza. Y reconoceremos la voz del Pastor por encima del susurro de los lobos que quieren alejarnos de la fe que la Iglesia nos ha transmitido. Si nuestra fe está cimentada en la Palabra, si la fe que profesamos está cimentada en aquello que la Iglesia nos enseña, nada podrá tambalearnos. Buscaremos la vida eterna, el gozo de vivir en la presencia del Señor en todo momento. Y así viviremos en la Esperanza, tal como Dios quiere.

Si tenemos fe, la adversidad no podrá nunca tambalearnos, porque lo que se tambalea a nuestro alrededor es lo perecedero, pero nunca el don eterno del Amor de Dios por cada uno de sus hijos.

Hay personas cuya fe va mutando, cambiando al compás de los «maestros » que encuentran en su camino; la elocuencia de estos maestros es capaz de cautivar y modificar el comportamiento, las opiniones y criterios de sus seguidores. No seamos como veletas girando según la dirección del viento.

Para ello, pienso que necesitamos dos cosas:

  • primero conocer realmente cual es la fe que profesamos, conocernos a nosotros mismos, conocer de dónde partimos,
  • y segundo, si optamos en libertad, si queremos proclamar el Credo que nos han transmitido los Apóstoles a través de la Iglesia, necesitamos aprender, formarnos adecuadamente, para que nuestra fe esté cimentada en el mensaje de amor de Jesús, que nos ha mostrado al Padre,  y en el Espíritu Santo que hoy guía a su Iglesia en su retorno al Paraíso.